jueves, 4 de noviembre de 2021

El frío de fuera, el frío de dentro

Existen dos tipos de frío: el frío de fuera, y el frío de dentro. El frío de fuera es el fulminante anuncio del fin del verano y la irrupción del otoño, es la llegada de los días grises y la oscuridad de las tardes que caen, sin avisar, de camino de vuelta a casa. Crujen las hojas caídas bajo unos blucher de niña, bajo unas botas que brillan como estrellas en el cielo, crujen a cada paso en el camino de regreso a casa. 

El aire a veces sopla contra la Plaza de España de-construida, un solar despoblado y húmedo, una obra inacabada eternamente y ruge, con fuertes corrientes de frío, para luego, fluir hasta desaparecer en el trayecto por la Calle Ferraz. Es un aire aterrador y amenazante. Un aire que te empuja y te empequeñece, que recuerda que las fuerzas de la naturaleza siempre son y están por encima de la humanidad. 

Miro los abrigos de la gente, y las botas Dr. Martens que siempre he odiado y que tanto se veían en Camden Town en Londres. Esas botas horrendas, Frankensteinianas, que son una moda que deseo que muera. Y luego pienso si ya se encenderán las farolas, y eso me pone especialmente triste, que el invierno nos arrebata, de nuevo, la luz. 

El frío de dentro es otro tipo de frío. Es físico, es estar enfermo y sentir que el cuerpo se desregula y no se encuentra salvo arropado bajo el edredón. Es un frío de inacción, porque el cuerpo genera calor con el movimiento, con el ejercicio. Es un frío de hospital adormecido en el que no pasan las horas, sólo el tránsito inquieto de sanitarios. Es un frío de tubo de ensayo, de nieve. Porque el frío nunca es oscuro, no podría serlo, porque la oscuridad se reserva al miedo y a la desolación. 

El frío una pastilla blanca y sentir el dolor apaciguado, y el botón que le da al off cuando las tomamos y anula nuestra voluntad, nuestra energía, a cambio de sentir... nada. Con el frío de dentro, me encuentro mal pero no me puedo dormir. Transito. Transito el estado de estar mal. Transito emociones. Transito estados de ánimo sintiéndome fantasma. Vuelvo a lugares- a un otoño caminando entre los pueblos de Zamora, a la nieve en Londres- y a momentos. Mi mente se atormenta. Y la intento traer al presente, al ahora, al frío...

jueves, 30 de septiembre de 2021

Verano del 92

Se oye un ruido. Es de noche, aún, o, al menos, el sol no se cuela entre las rendijas de las persianas. Ella está ahí. Su melena corta rubia, que ya ni siquiera llega a la nuca, nívea, a tu lado. Sus pies suaves rozan los tuyos. No entra luz de día pero hay un ruido, como un canto, una voz, que suena cerca. 

Intentas recordar el día. Hoy era jueves. Jueves, eso es. Y la miras a ella otra vez. Si duerme, te das otra vuelta. Pero otra vez esa voz, como de Campanilla, la pequeña hadita del cuento. Que dice 'Buenos días' en la oscuridad. ¿De dónde viene esa voz?

- Abuelo, ¡tas pierto!

Es un pequeño angelito rubio, con tirabuzones, que sube a la cama. Ha dicho 'abuelo', así que es de las nietas pequeñas. ¿las hijas de quién?

-¡Valentina! ¡Si estás despierta!

-Buenos días, Casilda...

-Buenos días, Obdulio. ¿Qué tal has dormido, corazón?

-Pues bien, muy bien.

-¿Te ha despertado la niña? Valentina, baja al suelo, princesa, vamos a ver si es hace bueno.

Y descubres, que cada día es exactamente igual que el anterior. ¿Es otoño? Otoño de 1992. Estás jubilado, así que no hay prisa por nada. Puedes despertarte y leer el periódico con el café. O puedes quedarte en la cama un rato más, a ver qué echan en la tele. 

Otra vez se cuela esa luz, pero ahora no hay ruido. Ella no está. Te levantas despacio, entre la realidad y la ensoñación, y se mueven las paredes. Hay luz, así que es de día, y estás bien. Es de día, ¿Qué día es? Y emprendes el camino por el pasillo, el reloj de cuco escupe las 11h. En la cocina, hay alboroto y movimiento, más que de costumbre. La tele está apagada. Casilda cocina algo en el horno. ¿Dónde diantres habrá puesto el mando? El mando de la tele. Hay mascarillas de quirófano colgadas en la cocina. Son azules, y sospecho que hay alguien en el hospital. 

-Vamos, Obdulio, que te pongo un cafelito y te tomas tus pastillas.

Casilda saca de una cajita pastillas de todos los colores. Hay una amarillo fosforito, como una luz intensa. Y luego hay otras redondas chiquititas, tan pequeñas, que podrían perderse en el suelo. Te las tomas. Ella sabe por qué te las da. Es verano de 1992 y nos queda tanto por hacer. La butaca está inestable. El calendario de enfrente pone 2021. Es otoño de 2021. No, hace calor. Es verano de 1992 y el lugar, es tu hogar. 

lunes, 2 de agosto de 2021

Donde el sol no quema la arena

Los fines de semana de verano, Alicante se cubre de una plaga de turistas que, como nosotros ahora, vienen asfixiados del calor de Madrid en busca del refugio mediterráneo. La zona de la playa de San Juan es la preferida, donde cruza el tranvía con el mar y las sombrillas tiñen de color la arena blanca desde que salen los primeros rayos de sol. 

Sin embargo, yendo al final de la Playa de Muchavista, la carretera se estrecha y se dispersa, entrando en pequeñas callejuelas paralelas que alojan pequeñas casas de pueblo siempre cubiertas de sombra y palmeras, y es más fácil aparcar a escasos pasos del mar. 

Para llegar, hay que bajar una enorme cuesta, con una pendiente que supera los 60º, y en la que, en el horizonte, se atisba el mar. Cuando vamos suele ser temprano, y los colores se confunden entre grisáceo y azul cielo. Dos senderos de madera de pino llevan al mar, guían hacia donde el sol no quema la arena. 

Adriana y Noa bajan la cuesta gritando, con chanclas de color rosa chicle y púrpura, y gritan "el mar", haciéndonos despertar a los adultos de la ensoñación del verano en la urbe y respirando. 

Hay un cruce, el de las vías del tren, el que recorre toda la costa y al que, de más pequeñas, despedían y saludaban con un cariñoso "ariós, tam". Pero ya no agitamos las manos, que somos mayores. Con mucha cautela, miramos el señor del semáforo, que aquí siempre es boy y no girl, como los semáforos que marcan nuestro paso en casa, y no pasamos hasta que el señor no mueve las piernas en verde. 

Y de pronto, se abre un ventanal que trae una ráfaga de viento, y las olas suben suave, y ellas corren, una con su melena rubia lisa, la otra castaña, con el pelo ondulado, hacia el mar: a saltar las olas, el sol contra la cara y a pisar sin piedad los flanes ajenos, castillos de alguien que, con sumo cuidado, fue construyendo en fortaleza. 

 Este verano ha llegado con olor a sal y nuevos comienzos. Porque por tanto que se parecen a nosotros, ellas ya escriben su propia historia sobre la arena. 

viernes, 26 de febrero de 2021

Reconstruir los pedazos


 

Hoy hace casi 3 meses desde la caída de la colonia asesina. Fue una colonia de litro, entiéndanme, desde que comenzó el COVID-19, ya sólo compro cosmética en XXL, no vaya a ser que no podamos salir, pero oler bien y cuidarnos, eso, que no falte. 

Hoy hace casi 3 meses desde que me fracturé, por accidente, la falange distal del dedo corazón del pie derecho. Ese, no fue el diagnóstico de mi visita a Urgencias, sino que en una extensa radiografía que no dejaba ver con claridad el dedo fracturado, me mandaron a casa con un diagnóstico de fuerte contusión. 

Mi dedo estuvo morado, negro, verde y rojo. Se hinchó, se llenó de líquido inflamatorio, se empezó a desinflamar, se quedó rojo... Y todo esto, mientras yo seguía "vida normal" ajena a tener una falange fracturada. 

Llevo desde el 11 de diciembre sintiendo dolor cada día de mi vida al despertarme. Y no un dolor cualquiera. Una fractura. Me despierto cada día con el positivismo de haber descansado y sin la conciencia de estar rota, y, de repente, al poner un pie en el suelo, la realidad vuelve a zarandearme y a ponerme en el lugar en el que estoy.

Porque en este espacio-tiempo complejo, me siento perdida y frágil. Llevo días y semanas pensando en lo absurda y frágil que es la existencia humana. Y lo fuerte. La capacidad regenerativa del propio cuerpo humano, capaz de crear huesos y reconstruirlos en apenas 6 semanas. 

Pienso también en que qué lección de vida es, para una persona activa y deportista, tener que estar quieta. Y cómo las endorfinas del runner, juegan un papel tan inmenso incluso en momentos tan críticos, tan dolorosos... Y piensas: ¿y si pudiera...? Desde aquel momento. He estado yendo a nadar, al principio con una frecuencia normal. Desde que me detectaron la fractura, en momentos puntuales cuando el cuerpo le dice al cerebro, deja de pensar, déjame moverme. 

Pienso también en todas las lesiones que he afrontado. Si haces deporte, siempre existe ese riesgo de romperte. Pero recompones los pedazos. Te resarces del dolor. Te levantas y empiezas desde cero. Otra vez. 

Y la que escribe sabe: fisura de hombro tras 4 medios maratones, una fractura de falange en la mano derecha en la Universidad, una rotura de fibras en el tobillo derecho en Londres, dos partos...

Duele.  Porque el cuerpo sufre momentos de trauma. Y la paciencia no es mi mayor fuerte. Pero después de todos esos momentos críticos: volví. Volví en una versión de mí misma que siempre se reta a más. Volví, con la conciencia de que no se puede perder una noche fría de running por pereza. Volví a correr en los días de verano: pronto y con un asfixiante calor. Porque, probablemente, haya días en los que mi cuerpo, no pueda hacerlo. Por todos esos días de espera, de inmovilización, de desesperanza. Vuelves siempre a por más. Vuelves resurgiendo de las cenizas, como el ave Fénix. Vuelves porque no te vas a rendir, ni esta, ni ninguna de las veces en las que lo has hecho: empezar, otra vez.

 Y entre tanto, no sólo existen las historias de superación. Porque también estoy aprendiendo a escuchar al cuerpo, a decir "me duele", a aceptar. Quizás era más esa, la lección que me había preparado el destino para esta. 

Pues eso. A reconstruir los pedazos. 

jueves, 4 de febrero de 2021

Una cristalera al cielo

¿Alguna vez te has preguntado qué son los recuerdos? Para algunos, son imágenes, o flashes de emociones que vuelven a nuestra cabeza, teñidas de cierta nostalgia. A veces un recuerdo es un olor, un color, una palabra. Y otras, es un enorme baúl de cosas, que por mucho que queremos revivir, siempre nos queda algo... Algo que se escapa, entre nuestros dedos, y nos recuerda, tempus fugit, lo que ya nunca es.

La casa de mis padres empezó como un mapa del tesoro en 1993. Se erigió en una zona del levante que estaba empezando su expansión como área de urbanismo bajo el Plan General de Ordenamiento Urbano de 1987 bajo la denomincación"F-13, Avenida Deportista Miriam Blasco".  Y recuerdo las primeras veces que visitábamos los terrenos antes de ser una zona construida: había campo, matojos y ratones. 

Recuerdo el camino al colegio, con hojas de morera para los gusanos de seda, y los ladrillos de mi casa, color naranja, ocre, siempre bañados de rayos de sol. Recuerdo cómo fueron creciendo los cipreses, hasta convertirse en bosque, y el columpio que mi madre colgó, para mecerse en verano, y que en los últimos años eran el lugar favorito de mis hijas. 

Recuerdo los recorridos en bici por la Avenida Miriam Blasco, una y otra vez, una y otra vez. Arriba y abajo. Las heridas en las rodillas. Las tardes desde casa al club de tenis.

Recuerdo la cancela de entrada, blanca, metálica, y su sonido clinqueneante lento y su peso, 

Recuerdo cómo fue evolucionando mi habitación, desde niña a adulta, y cómo crecimos juntas dejando atrás Barbies, peluches, Cocolisos, talleres de costura, libros del Barco de Vapor dejando paso a revistas de moda, libros de idiomas, manuales de técnicas deportivas. 

Recuerdo mi cajón de pulseras de cuentas, de esos que hacían las amigas para siempre. Y los colores. Y crearlas con aquellos nudos en la goma, para verlas en las muñecas ajenas hasta que se hacían añicos y todas las cuentas saltaban por los suelos. 

Mi habitación favorita era, en origen, una terraza. Una terraza que mis padres convirtieron en despacho o estudio gracias a una cristalera infinita, un espacio de luz en el que pensar, estudiar, leer. El suelo era de tarima color pino, y colocamos una mesa de despacho del mismo color de frente, acompañada por una silla de despacho giratoria ligera, al principio de Aladdin en colores esmeralda, fue retapitazada para una chica más mayor. También tenía un sillón de piel naranja. Era tan juvenil y tan fresco, que era mi rincón favorito para leer en invierno y en verano. No faltaban dos cojines, uno amarillo y otro verde pistacho. No sé la de horas de mi vida que habré pasado allí. La de libros. La de amaneceres para estudiar en verano. La de cierres de cortinas y decir "qué bonito el cielo hoy también". 

Recuerdo las deportivas aireándose en el alfeizar de la ventana del baño en los últimos años que viví permanentemente allí. Todas las noches. Dejaba las deportivas y reflexionaba del día. Me duchaba. 

En algún momento, aquella casa dejó de ser... Dejó de ser mi hogar. 

Lo llaman evolucionar. No sucedió nada, pero hubieron otras. Otras casas que ninguna, hasta ahora, pude llamar mi hogar. Durante años viví nómada en Residencias Universitarias, en Madrid y en Londres. Viví en el bullicio de Madrid, frente al cine Doré, viví en el tranquilo pueblito de Kingston, al sur de Londres. Y siempre volvía. Volvía a Alicante, con maletas llenas de cosas, a mi hogar, a mi habitación, a mi cristalera al cielo. Hasta que un día, un día empecé a construir mi propio hogar, el de mi familia.