domingo, 9 de noviembre de 2014

Sí, quiero

Había guardado todos los pequeños envases de huevo Kinder del mes de agosto. Pronto llegaría el invierno y ese formato, único, que tenía dos cavidades y que lo convertían en una pequeña cajita de tesoros se cambiaría por el clásico huevo todo de chocolate y con sorpresa en el interior. 
Desde su sexto cumpleaños, a finales del mes de mayo, había estado pensando cómo hacerlo. Cada uno de los días de verano limpiaba minuciosamente los envases y los depositaba en una pequeña caja de plástico bajo la cama, esperando con paciencia a que llegara el primer día de colegio. En total había coleccionado veintisiete envases, de los que sólo uno sería el elegido. 

Llegó septiembre, y Sergio empezó a preparar su estrategia. Lo había visto antes, cuando su padre abrió una pequeña caja y se arrodilló ante Sara, su nueva esposa, hacía apenas un año. Nunca pudo oír lo que él le susurró a ella, pero pudo ver los gestos de emoción, las lágrimas de felicidad, el abrazo con el que su padre elevó a Sara del asiento y le dio vueltas mientras ambos reían en voz alta. 
Desde entonces, Sara llevaba un anillo brillante color blanco en el dedo anular derecho, y, desde entonces, vivía con ellos, y su papá la abrazaba como él abrazaba al osito de peluche cada noche.

En agosto, Sergio también había pensado en el anillo. Miraba mucho las manos de Sara cuando comían, y lo veía ahí, resplandecer. Cada vez que lo miraba, luego miraba también la cara de su padre, y podía ver el reflejo de lo que aquello significaba en su rostro.

La tarde de antes del primer día de colegio, Sergio eligió uno de los envases de huevo Kinder y empezó todos los preparativos...


Hace veintidós años desde ese día. 
Silvia nunca apareció ese primer día de colegio. Sergio preguntó, y la profesora le dijo que sus padres se habían mudado a otra ciudad, a otro país muy lejos. Sergio pudo identificar Argentina separada de un inmenso azul en el mapa. Un azul atravesaría varias veces en los siguientes veinte años. 

El pupitre de Silvia lo ocupó otra niña, y luego otras, con los mismos tirabuzones rubios, y entonces Sergio se dio cuenta de que quizás no había guardado suficientes envases de Kinder para todas ellas. Las mujeres que habitaron momentáneamente su vida y con las que se soñó un instante o una vida entera.  Las mujeres únicas, especiales, cada una a su manera y para las que Sergio había ideado ese instante de felicidad que una vez sintió en la sonrisa cómplice de su padre y Sara.

Sergio es diseñador creativo y responsable de Relaciones Públicas de su propia marca de anillos de boda, Sí, quiero, una start-up de proyección internacional.
Y en este mismo instante, en algún lugar de la costa oeste de Estados Unidos, en las manos de un hombre hay un huevo Kinder, de los de chocolate. Lo gira y lo voltea nervioso en el baño porque ella aún está dormida. Está nervioso y terriblemente emocionado. Dentro resplandece un anillo de oro blanco. Oye cómo Silvia aún se despereza en la cama, y entonces se apresura con la bandeja, un zumo de naranja, un café, una rosa, y el huevo Kinder apoyado sobre un pedestal blanco. 
Las cortinas dejan pasar pequeños rayos de luz. Por fin ha llegado ese momento que años atrás Sergio había soñado para ella. 


miércoles, 22 de octubre de 2014

Gordito


Desde pequeño, siempre había sido gordito. Sí, gordito, porque no era gordo, sino gordito... Era ancho, de espalda, de cadera y de piernas. Ancho y fuerte, solía decirse a sí mismo durante las clases de educación física en el test de Cooper. 
Gordito creció así, más ancho que la media, entre meriendas de Phoskitos y cilindros de patatas Pringles con olor a cebolla. A menudo se miraba al espejo y pensaba eso, que no estaba gordo, porque gordo es una palabra muy fuerte, y él no estaba gordo, sino gordito, que es el principio del borde del abismo. Y así se mantuvo pasando su adolescencia sin granos, disfrutando de los placeres del Kit- Kat y el Kinder Bueno, de la pizza carbonara y de los sandwiches de bacon, huevo y queso brie que preparaba con esmero su madre para que su niño creciera fuerte y sano, rindiera intelectualmente, llegara a la universidad, y a ser alguien en la vida alguna vez. 
Y así fue como gordito accedió a la universidad a la titulación de empresariales, y, por primera vez, se enfrentó a abotonarse las camisas conteniendo la respiración, claro, porque el Zara no contemplaba a los gorditos como él. Gordito descubrió nuevas y maravillosas camiserías, en las que el modisto medía con esmero la longitud de cada brazo y la distancia entre los hombros, y desde los hombros a la cintura, donde pondría un bordado antes de que los pliegues de la camisa se perdieran dentro del pantalón. 
Gordito disfrutaba de la compañía y amabilidad del modisto, que siempre le ofrecía pastas y café, antes de proceder a medirlo, y disfrutaba aún más de recoger sus camisas nuevas de algodón, suaves y que encajaban perfectamente en su cuerpo. 
Y fue así como un día conoció a Silvia, que también estaba allí, en el modisto, para arreglarse un vestido para una boda que le había quedado muy grande. 
- Es que he adelgazado bastante este año- decía con una sonrisa incontenible- y claro, va a haber que meterle por todos lados. ¡Pero es que la tela es tan bonita! ¡No quiero tirarlo!
A lo que el modisto le contestaba que no había nada que dos manos hábiles, unas tijeras y una máquina de coser no pudieran arreglar. 
Gordito escuchaba atento a Silvia, y pensaba qué pasaría si él...
Acudió, por primera vez a un especialista en nutrición, en contra de los piropos de su madre y sus lamentos de que "se habían perdido los valores de esta sociedad" y "que su hijo estaba estupendo".
Gordito se sentó allí, frente a un señor con bata y sonrisa blanqueada, con gafas de pasta, que le preguntaba sobre sus hábitos alimenticios, lo cuál a Gordito le pareció un concepto que le provocaba mucha risa, por dentro, claro; y luego le decía que podría perder hasta 8kg, como máximo para su contextura física, palabros que a Gordito, también, le hicieron mucha gracia. 
Y así fue como Gordito salió de su primera consulta en el nutricionista, con tres palabras grabadas a fuego: voluntad, dieta y ejercicio. 
Y fue así como empezó una rutina meticulosa durante un año. Las camisas empezaban a bailarle, y el modisto hacía birlerías para meter y cortar las telas que sobraban, y la madre de Gordito, que examinaba asombrada los progresos de su hijo, preparaba los domingos pastel de chocolate, para celebrar que su hijo estaba a dieta. 
Pasó ese año, y Gordito (ahora Gordito-Fuerte) acudió de nuevo a la consulta del nutricionista para confirmar que habían alcanzado sus objetivos.
- Estoy orgulloso de ti, Manuel. Has adelgazado, te has puesto en forma... Ahora solo tienes que mantenerte. Recuerda, voluntad, dieta y ejercicio.
Gordito- Fuerte salió de la consulta y pensó que todo aquel esfuerzo había merecido la pena. Pero que eran ya las seis y media de la tarde, y le apetecía merendar un Kit-Kat. 
- Have a break, no?


martes, 23 de septiembre de 2014

Leche y canela

Cinco campanadas lo despertaron de su profundo y reparador sueño. La habitación estaba oscura, y ella respiraba despacio a su lado, como siempre que él se despertaba sobresaltado en mitad de la noche. Ella se removió entre las sábanas, pero volvió a girarse y a volver a respirar, inhalando hasta llenar los pulmones. 
Se levantó y, descalzo por aquel suelo de frío mármol, fue hasta la cocina. El reloj de la cocina corroboraba lo que las campanadas habían anunciado. La luna se colaba por la ventana entre la oscuridad de los edificios, atravesando las filas de ropa tendida en el patio interior hasta esa quinta planta de la Avenida Herrera Oria. 
Abrió la nevera y la luz del fosforescente alumbró la habitación, haciendo ecos de la luna. Cogió el cartón de leche y lo virtió en un vaso de cristal. Con la espalda apoyada en la puerta de la nevera bebió, en silencio, mientras su mente volvía años atrás...

-Un vasito de leche, Jorge, y a dormir.
- ¿Con canela?
- Si, con azúcar y canela. Leche preparada. Y ya verás qué bien concilias el sueño.
Su madre lo sentaba en la mesa de madera de roble la cocina y las piernecitas, llenas de arañazos y moratones, le colgaban. Le gustaba tomarse el vaso de leche con su madre para conciliar el sueño porque era el único momento en el que estaba solo con ella: sus hermanos mayores ya dormían, su padre estaba viendo la televisión en el salón, y la madre solía preparar cosas en la cocina para los días siguientes. Entonces Jorge se levantaba, descalzo, e iba a paso sigiloso hasta la cocina. Su madre le acariciaba el pelo y le decía que se acostara pronto, que a la mañana siguiente tendría sueño. Pero no le importaba tener sueño porque estaba allí con mamá, y se sentía único, por unos breves instantes, cuando todos dormían y él se manchaba un gracioso `bigote` blanco y relamía la canela de la comisura de sus labios. 
Luego, se iba despacio, dándole las buenas noches a su madre, y diciéndole que "soñara con los angelitos". 

A veces, cuando se levantaba con insomnio por las noches, mientras Sara dormía a su lado, pensaba en esos vasos de leche con canela. En su madre, en la vida en el campo y las campanadas de la pequeña iglesia del pueblo. Y luego miraba la luna y se daba cuenta de que le faltaba algo. Le faltaba algo, y es que, otra vez, se había olvidado de echar canela. 

  

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Repentino y caprichoso destino


Ante sus ojos se alzaba la inmensidad de la pirámide de cristal, el símbolo que distinguía al Louvre del resto de París. Llovía, a ratos, una llovizna ligera y molesta a partes iguales propia del mes de abril. El cielo se debatía entre las nubes grises y los claroscuros, entre los halos de sol y el celeste agrisado que le daba un aspecto sombrío a la ciudad.

El Louvre le había parecido interminable. Había buscado pintura holandesa y se había perdido entre clásicos inagotables y estatuas neoclásicas hasta llegar a esos cuadros concretos, alejados de muchedumbres y turistas japoneses.

Tenía dieciocho años y toda una vida por delante. Y allí estaba, sola ante el Louvre, arrastrando sus pequeños zapatos de tacón en busca de cuadros concretos y peculiares. Estaba una semana en París, de visita y deambulaba las calles descubriendo la capital de la moda europea, porque, ella quería ser diseñadora.

Diseñadora de pasarela, de los trajes esos que sacaban siempre en la tele, de vestidos de cola largos, de volantes, de corpiños rojos de ritmos vertiginosos, de encajes y tela de tutú. A menudo soñaba con ver sus pequeños bocetos convertidos en prendas que descendían desde unas escalinatas entre focos y flashes incesantes de fotógrafos. Viajaría de París a Nueva York, de Milán a Hong Kong. Se pondría esas gafas oscuras de actriz de cine y se escondería para ver, en la clandestinidad, cómo se disfrutaban sus diseños.

Las gotas de lluvia la alejaron de su ensoñación en el patio del Louvre, algo que no había conseguido ni el ajetreo de turistas ni las llamadas que había recibido al móvil, que vibraban a la espera de que las abriera.
"No me coges. Saldré pronto. Nos vemos después de comer. ¿Sabrás llegar sola a casa?"

Se quedó en silencio bajo la ligera lluvia y lo pensó. Estaba sola. Pasaba casi todos los días casi completamente sola en París, y, sin embargo, no sentía miedo ni soledad. La ciudad era abrumadora, con sus infinitos museos y rincones, con sus agradables cafeterías que se asomaban al Sena, con sus catedrales frías y sus avenidas infinitas. Recorría la ciudad en deportivas y con la sola compañía de sus pensamientos y un mapa.

Estaba en París con su prometido, banquero hispano que había tenido que mudarse a la capital francesa por trabajo, y disfrutaba de sus momentos de soledad mientras él trabajaba haciendo de descuidada turista. Luego, orientándose con el mapa, lograba llegar a donde se encontrarían, cuando él saliera, con pocas ganas de ver museos y de llevarla de turismo al Pompidou.

Ceci n'est pas un pipe. Comía en las deliciosas boulangeries, algo rápido, para poder seguir su tour hacia el Barrio Latino o el Montmatre, lugares que jamás visitaría con él por alejarse de los estándares de la lujosa zona de La Defénse en la que vivía.

Se habían prometido un año antes, cuando ella estaba a punto de cumplir la mayoría de edad, y parecía que, pese a la diferencia de edad (él recién aterrizado en la treintena), los años que llevaban citándose, primero clandestinamente, y luego ya públicamente, habían concluido con lo que, a juicio de Salva, era lo "lógico y racional": casarse con la mujer de su vida. Luego a él lo trasladaron a París, con un puesto que mejoraba con creces sus mejores expectativas, y mientras, ella soñaba despierta con ser una aclamada diseñadora de moda.

Se mudaría enseguida y empezaría sus estudios en la École de la Chambre de la Couture, el prestigioso centro de diseño, y ya emprenderían una vida juntos.

Pero las circunstancias de la vida, al final, giran los planes, y ella sí se mudaría a París, pero para dedicar su formación a las Science Po, ciencias políticas. Era finales de abril, y aún su prometido no sabía nada de este repentino cambio de planes.

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La luz de una vela iluminaba la pequeña mesa redonda que los enfrentaba. Bebían vino rosado de una copa, ella a sorbitos, devolviéndola despacio a su lugar silencioso encima del mantel burdeos. El tránsito de París se sentía como un zumbido perenne al que ella no llegaba a acostumbrarse. Lucía el anillo de oro blanco en sus dedos finos, que enredaba en tirabuzones mientras le dedicaba una mirada felina y enmarcada por el rímmel. Había aprendido a hacerlo: a seducir. En la universidad aprendió la sensualidad que en su inocencia de primeros años de casada le faltó. Se pintaba los labios de rojo y fumaba, dejando su beso sellado en el cigarrillo. Exhalaba el humo despacio. Había aprendido a mirar, con una mirada arriesgada y decidida, a su marido. Agarraba su copa (ya no la sostenía), y pedía siempre que la dejara apoyarse en su hombro para mantener el equilibrio frente a los tacones.

Luego, a solas bajo la lluvia, se los quitaba y reía, en el juego de luces que se atisbaba entre las gotas. Y él reía también, y pensaba en lo feliz que lo hacía esa chica, y en la fantástica decisión que tomó de traérsela a París.

Pero a veces, de vez en cuando, la sentía lejos. La sentía lejos cuando se despertaba antes que ella, la oía respirar y sentía cada latido de su corazón, pero ella estaba en otros lugares, lejos de allí. Así pasaba las dos horas antes de que ella se despertara los domingos: la observaba. La observaba dormir, con los escasos rayos de sol que se colaban entre sus cortinas. A veces, incluso se soltaba de su pequeña mano para levantarse y observarla, y observarla hasta inmortalizar ese momento y cada gesto de su cara, hasta que ella, ajena a todo, despertaba para encontrar el desayuno preparado sobre el mantel de vichy.

No sabía cómo, pero algo los había ido alejando, paulatina y lentamente y él, que ya estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta, se negaba a dejarla escapar entre sus dedos...

viernes, 12 de septiembre de 2014

Imagine strangers

“I began to like New York, the racy, adventurous feel of it at night, and the satisfaction that the constant flicker of men and women and machines gives to the restless eye. I liked to walk up  Fifth Avenue and pick out romantic women from the crowd and imagine that in a few minutes I was going to enter their lives, and no one would ever know or disapprove. Sometimes, in my mind, I followed them to their apartments on the corners of hidden streets, and they turned and smiled back at me before they faded through a door into warm darkness”

F.Scott Fitzgerald. The Great Gatsby.


I guess, that's just how it all gets started. Imagination. Gathering up details carefully observed or unintentionally seen on a routinary bus one afternoon. A catch up phrase. A stare. A tattoo in the wrong place. The biting on that inferior lip. The book she was reading, which evaded from all the movement around her, or even the uncomfortable pushing around of people in the underground.

The smell of fresh made pizza pouring out onto the streets. The scent of fruits been stacked up early morning, just arriving from the truck when lights are still off. Eau de cologne. The unmissable odour of desire. 

The darkness of a summer night, but still a full moon to light them. Laughing from a teenage crowd. She twisted her ankle (oh hell!). The oven and a smell of chocolate brownie, the taste of guilty pleasures. Take away coffee, please, Ariana, no sugar. Thanks. 7.30 rush.

Life just walks by besides us. Details. Facts. Parts of missing conversations. Puzzles from everyday life. That's just the best plot, isn't it? Life.  


martes, 9 de septiembre de 2014

Hyde Park, otoño 2010

La empujó hacia la esquina del banco. Al otro extremo, un anciano japonés leía, con gafas de montura inexistente, con aquel jardín real de fondo. Estaba entrando el otoño y las hojas empezaban a amarillear en las copas de los árboles.
El césped se extendía infinito, mantos de verde sobre kilómetros, los caballos aún galopaban sobre caminos de barro y grava, haciéndonos retroceder varios siglos. 
Escondido en un remoto rincón se halla el pequeño Peter Pan, pequeño testigo de la rapidez con la que trasciende la naturaleza al paso del tiempo. Su mirada inquieta se extiende sobre el lago, hacia un horizonte indefinido, esperando que los viandantes se detengan a ponerle un brazo sobre el hombro.

El anciano pasó la página casi sin parpadear. Un ligero aire agitó durante una milésima de segundo el árbol que los resguardaba. La pareja se levantó. Ella se abotonó el abrigo beige y él se quitó las gafas para guardarlas en el estuche. Se dirigieron hacia el este, persiguiendo unos cisnes que habían escapado del riachuelo y cruzaron la carretera. 
Eran las cuatro y treinta y tres minutos y caía el sol de la tarde en aquel mes de octubre. Reflejos anaranjados, rosas y azules se vertían en el óleo en que se había convertido aquel lago. Por los caminos de asfalto, patinadores en línea practicaban acrobacias entre conos de plástico de colores flúor. El sonido del choque de las delgadas ruedas con el asfalto era el rumor de una erre constante, que alteraba la calma perenne de aquel romántico jardín del Edén. A la orilla de las aguas, un enorme bar tenía bien guardados los secretos de la tarde que se acaba. Como un abanico que se despliega, sus cristaleras se abalanzaban sobre las aguas, y el humeante té sabor melocotón y la compañía componían la postal de aquella tarde, en aquel parque, a dónde tardarían años en volver.

martes, 2 de septiembre de 2014

Rosa blanca

Había dejado el papel encima de la mesa, pero al salir se arrepintió y lo recogió, con prisa.
Se puso encima la chaqueta del chándal y salió, sin rumbo, a perderse en ninguna parte rodeado de extraños.
"Te quiero. Creo que ha llegado el momento. Estoy preparado."
Las palabras rezumbaban en su cabeza como ecos, hasta convertirse en un tantra insoportable. Lo externo se rozaba contra su piel: el bullicio del puesto de rosas, el pescadero sordo que hablaba a gritos, los murmullos y risas estridentes del bar de la esquina.
Apretó la nota muy fuerte entre sus manos, la estrujó y la convirtió en bolita, la jugó con sus dedos.
Habían empezado a salir hacía un año. Ella era pediatra, licenciada hacía tres años, y hacía interminables turnos para conseguir el mayor sueldo posible al final de mes. Urgencias. Noches. Horas extra. Casi siempre llegaba agotada, pero de muy buen humor a la casa que tenía alquilada, un pequeño apartamento casi sin luz en la calle Murcia, al lado de la Estación de Atocha.
Él se había licenciado en Bellas Artes, en un momento en el que el arte era demasiado romántico y delicado para los tiempos que corrían, ya que eran pocos los que admiraban los trazos meticulosos y las paletas de colores naturales en las obras. Trabajaba de Guía esporádico en el Museo del Prado y en el Reina Sofía. De madre alemana y padre español, era el mejor acompañante para turistas extranjeros que deseaban una visita enriquecedora además de algunas buenas recomendaciones de dónde comer y qué después de alimentar sus mentes inquietas. Trabajaba pocas horas, pero estaba bien pagado.
También pasaba pocas horas en su piso, un pequeño ático de madera en Malasaña, de techos bajos y ventanales, de parquet que cruje a cada paso. Siempre tenía montado un atril, y tenía mezclas anteriores de pinturas, brochas sucias, esbozos en carboncillo, retratos de la cara de Julia que reflejaban una interminable niñez. Iba allí a reflexionar, a probar nuevas ideas, a sentir que sus manos aún tenían talento. Su pequeño refugio. Pero pronto volvía. Volvía a casa de Julia porque pronto llegaría del hospital, y quería verla quitarse los zapatos y danzar por toda la casa descalza, quitarse la ropa y lanzarla a la cesta de la ropa sucia, objeto que para Adrián no era más que un elemento decorativo en medio de aquel diminuto baño.
Volvía porque cuando llegara quería que lo encontrara allí. Como si llevara toda la tarde allí, esperándola, leyendo un libro o mirando nuevas recetas de cocina que jamás sabría hacer.
Le gustaba ver sus ojos sonreír cuando llegaba agotada y lo veía allí, sentado en el sofá de tela rojo, como si estuviera en su propia casa.
A veces, por la noche, pasaba su mano por la cara de ella mientras dormía, memorizando a través de la piel sus facciones perfectas. Ella no se daba cuenta, tan solo respiraba y le regalaba una media sonrisa, entre sueño y sueño.
Adrián casi nunca dormía en su piso. Ella a menudo le decía que por qué seguía pagando el alquiler de un sitio que no habitaba, que se trajera lo que faltaba de sus cosas ya, que harían un hueco. Y la verdad es que él lo había pensado muchas veces. Pero luego recordaba el hilo de luz que se colaba por el ventanal de madera al amanecer, las gotas de lluvia que rebotaban contra el tejado, tan cerca de su cabeza, sus pinceles sucios, todos esos cuadernos de ensayos que veía en silencio y que siempre prometía que no volvería a mirar. A veces olía a cerrado. Otras a marihuana.
Tenía apenas dos camisetas blancas allí, con agujeros en distintas partes, descosidas, y unas Converse, de antes de que todo el mundo empezara a llevarlas. Una vieja radio era el objeto de más valor que guardaba allí, junto con sus obras eternamente inacabadas.
Paró en la floristería y compró una rosa blanca. Era difícil de encontrar pero sabía que a Julia le gustaba la tranquilidad del blanco, sumada al olor a agua oxigenada en sus manos. Miró el reloj y apresuró el paso de vuelta. Pronto llegaría Julia. Se quitó el chándal y agarró con fuerza la rosa en su puño izquierdo mientras con la mano derecha giraba la llave en la cerradura.
Ella ya estaba allí. Y sonrió al verle aparecer con una rosa blanca.




sábado, 30 de agosto de 2014

"On the road" Kerouac

“the only people for me are the mad ones, the ones who are mad to live, mad to talk, mad to be saved, desirous of everything at the same time, the ones who never yawn or say a commonplace thing, but burn, burn, burn like fabulous yellow roman candles exploding like spiders across the stars.”

viernes, 29 de agosto de 2014

Septiembre

De niña siempre odiaba septiembre. Odiaba septiembre porque se acababa el verano. Los árboles secos empezaban a perder todas sus hojas amarillas y marrones, que caían al suelo formando una alfombra ocre que crujía con cada uno de los pasos que soportaba.
Con septiembre siempre llegaban las prisas, el tazón de leche con cereales enorme en la mesa de la cocina, y la leche que me daba arcadas. Porque los niños de los noventa no sabíamos de intolerancia a la lactosa ni cosas de estas. Hundía los cereales en la leche y los rescataba, y enseguida ya era tarde, y si no me había manchado en mi rescate cauteloso de los cereales del fondo de la leche, tocaba ponerse una rebequita y salir para el colegio.
Recuerdo que camino al colegio pensaba que podía volar, porque el viento agitaba las ramas de los árboles y creía que solo tendría que alzar un poco el vuelo y me llevarían muy lejos.
Recuerdo la bolsa de tela, de cuadritos rosa y azul y con un conejito bordado que ponía "mi merienda" en la que llevaba el almuerzo.
Recuerdo buscar árboles de moreras, para coger sus hojas para cuando los gusanitos de seda salieran de su letargo estival.
Recuerdo los paseos en bicicleta, detrás de mi padre, siguiéndole todo lo rápido que podía, parque arriba y parque abajo, con el sol encima de nosotros.
Recuerdo que tenía los rizos muy rubios, dorados por el sol y alborotados por la brisa marina.

Los días se hacían más cortos, con una intensidad melancólica, con el sol apagándose cada vez más pronto, con la playa mediterránea que se quedaba en silencio después del ajetreo del verano.
Cómo te odiaba, septiembre.



jueves, 14 de agosto de 2014

Hollín y gasolina

Tenía las manos manchadas de hollín, negras, y el sudor brotaba raudo desde su frente hasta chocarse contra el asfalto. Madrid no daba tregua. 40 grados y agosto. Otras latitudes.
Habían reventado una rueda. El asfalto desprendía calor que provenía del mismísimo infierno.
Las manos, fuertes, se peleaban contra las herramientas y contra la ligera carrocería de aquel coche tan pequeño. Consiguió levantarlo. La chica estaba a su lado. Su melena y sus tacones, observándolo maniobrar.

Ella también sudaba, pero en silencio. Y su camiseta se mojaba lento, chorretones de sudor que inundaban su espalda y su pecho. Miraba tras unas gafas de sol oscuras, redondas, que le cubrían gran parte de su fina carita de niña.
Se acercó al maletero y le sacó la rueda de repuesto mientras él manipulaba la rueda pinchada. La rodó despacio, en dudoso equilibrio, hasta la parte delantera del coche.

Tenía las manos fuertes, fuertes como el resto de su cuerpo. Estaba terminando de quitar los tornillos que giraban la rueda. No haría falta llamar a nadie. Sudaba. tenía la camiseta gris empapada y pegada al torso, se agachaba debajo del coche, y el contacto con el asfalto salpicaba rozaduras. Sentía su presencia como una sombra a sus espaldas, podía sentir su respiración a medida que ella se acercaba más y más. Quitó la rueda. Ella se puso en cuclillas a su lado. Le acercaba los tornillos y metía los dedos entre sus manos para apretar los pequeños tornillos que unían el caucho con la llanta.

Podía sentir su olor desde atrás. El sudor y las hormonas que se desprendían del mismo. Su espalda ancha deslizarse con facilidad alrededor del coche, sus dedos manipular la rueda hasta quedar impregnados de aceite, de hollín... Se acercó a él como una silenciosa presencia y respiró suavemente en su oído.

martes, 5 de agosto de 2014

Otra historia para Psicosis de Hitchcock



- No le he contado esto a nadie, Doctor.
La mujer se quitó los guantes rojos de delicada piel de ante y dejo entrever sus finas manos, de largos dedos que culminaban en una manicura perfectamente acabada en lacado. De su pochette extrajo un paquete de Marlboro y le pidió fuego con un gesto sutil y sugerente.
El médico se inclinó para encender el cigarrillo de la mujer. Una vez encendido, ella inhalo y exhaló suavemente el humo, saboreándolo en sus labios que guardaban un rastro de carmín.
- La escucho- dijo el médico.
- Verá, Doctor...- hizo una pausa dramática, en la que cruzó sus delgadas piernas- iba por la autopista, con la ventanilla bajada. El aire me agitaba el pelo. Me golpeaba furioso la cara.
El psicólogo, sentado en un pequeño sillón orejero tapizado de color ocre al lado de la mujer, la miraba sin decir nada. Observaba sus gestos y se interesaba por su historia.
- (...) y entonces sentí cómo se apoderaba de mí.
El doctor la miró, atónito.
- ¿Quién se apoderaba de usted?
- Una fuerza. Una fuerza sobrenatural y asesina que tomó posesión de mis manos en el volante y lo giraba, y lo giraba dando volantazos.
La mujer detuvo su relato conmocionada. Se secó una gota de sudor de la frente con un pañuelo de seda que extrajo del pequeño bolso que había depositado en sus muslos.
- ¿Qué pasó entonces?
El doctor alzó sus cejas con sorpresa para mirar a la mujer, que estaba sentada en el sillón contiguo, revolviéndose en una extraña mezcla entre nerviosismo y mente serena.
- Peleamos. Peleamos por la posesión del volante y yo luchaba por mantener el rumbo. No venían más coches porque era la autovía de la costa, pero entonces se nos cruzó. Un motorista en un pestañeo. ¡Oh! ¡Qué visión tan horrible! Se acercaba y yo no podía mantener la dirección del coche, no podía apartarme a la cuneta ni desviarme, no podía frenar, no podía gritarle que tuviera cuidado. Su cuerpo se precipitó contra el parabrisas, y yo le chillé, con las manos aún pegadas al volante. Fue un golpe sonoro y seco. Como un animal. Por un momento detuvimos el coche. No sabía qué hacer....

Detuvo su narración un segundo y respiró. Se le derramaban lágrimas frágiles de los ojos, sin querer, arrastrando con ellas pequeñas gotas de rímmel negro. Entrelazó el cigarrillo entre sus dos dedos y se atusó el pelo con los dedos de la otra mano, sintiendo la laca quedarse en sus yemas.

- ¿Se encuentra bien, señora Crane?
La mujer asintió, revolviendo sus pequeños pies dentro de los zapatos negros de salón.
- Señora Crane, ¿quiénes se detuvieron? ¿La acompañaba alguien más? No me había dicho que viajara con nadie....
- ¿Perdón?
- Ha dicho "nos detuvimos". ¿Viajaba con alguien más?

La mujer lo miró perpleja. Sus ojos azul intenso se desorbitaban en un gesto entre angustia y enfado.

- No, doctor. Viajaba sola. Ya se lo he dicho.

El doctor se hundió en el sillón.

- Perdone, no pretendía ofenderla. Por favor, prosiga su relato. ¿Qué hizo después?

La mujer lo miró. Su mirada era fría y distante y parecía alejarla del psiquiatra, que apenas estaba a su lado. Las paredes de la consulta la agobiaban. Eran de madera de cerezo y estaban cubiertas por estanterías hasta casi el techo. El suelo era de parquet, de baldosas largas y anchas.

- Bajé del coche, sentía el peso de su fuerza en mi cuerpo. Me ofrecía mucha resistencia y me trataba de hundir en el asiento. Pero finalmente, forcejeé y, aún no sé cómo, pude salir.
El hombre se había estampado contra mi parabrisas como un mosquito. Intenté llamar a ayuda, pero no había nadie. Eran las 4 de la tarde y ya sabe cómo son estas autovías entre los pueblos. Poco transitadas. Escaso tráfico. Nadie oyó mis llamadas desesperadas.

Los músculos de su cara empezaron a tensarse. Sus ojos miraban incesantes la habitación y recorrían estantes velozmente. De vez en cuando, repentinos, se cruzaban contra los ojos del doctor tras el cristal de sus gafas de cerca. Se removía en su asiento. La falda se tensaba entre sus muslos y agarraba con violencia el bolso con sus delicados dedos.
- Señora Crane, ¿quiere un vaso de agua?
La señora Crane lo miró, como saliendo de una ensoñación.
-¡Oh! ¡Muchas gracias, doctor! Es usted tan considerado.
El doctor se acercó a la mesa y le sirvió en un pequeño vaso agua de su jarra. Se lo alcanzó el vaso y pudo ver una profunda cicatriz en la muñeca de la mujer. Disimuló y volvió a su sitio. Pobre criatura. Menudo tormento estaba pasando.

- Doctor.- dijo la mujer en un hilo de voz.
Apenas se giró para mirarla de nuevo y recibió un fuerte golpe en la cabeza. Cayó al suelo mientras oía la voz de la mujer diciendo.- Sabe usted demasiado, doctor. No voy a tener más remedio que matarle.
Lo golpeó de nuevo, con una fuerza sobrenatural, levantó ligeramente una de las baldosas de madera del suelo y empujó el cuerpo hasta que el subsuelo terminó por absorberlo. Pisó con fuerza la madera para recolocarla. Cogió su bolso y su gorro y se dispuso a saltar por la ventana.

Abrió el coche y saltó dentro. Arrancó suavemente.
-¡Oh! ¿Cómo he podido hacerlo? ¿Cómo he podido? ¡Oh! ¡Qué estúpida soy! ¡Huyamos!
Aceleró el coche y sintió rugir el motor. Eligió la autovía de la costa. Sabía que sería más tranquila...

sábado, 2 de agosto de 2014

You just know

Love is so complicated, that when you meet the right person you just know.
Maybe it wasn't the right place or time, but what do physics and math have to do in this chemistry?
You know, that instant, an instant that moves on, through life, through countless experiences, through us...
 Life is capricious, sometimes. Destiny...What is it that made us be and still stay together?


jueves, 31 de julio de 2014

Petit bourgeoise

Arrastró sus mocasines hasta el banco más próximo. Había perdido el vuelo. La maleta Louis Vuitton se arrastraba silenciosa tras ella, llena hasta su máxima capacidad. Se sentó. Se sentó y colocó sus piernas delgadas sobre la maleta. De su bolso alcanzó el IPhone. Millones de actualizaciones. Whataspps.
Respiró. Las luces del aeropuerto la agobiaban. Iluminaciones fuertes. Las tiendas multicolor de chocolate Cadbury's. Otra vez. Otra vez otro aeropuerto.

Se aburría breves instantes observándose las uñas, perfectamente lacadas en glitter. Se aburría manoseando el pintalabios que llevaba en el bolso. Se aburría con el libro que le había puesto James en el bolso: "First Sight".

Sonó el teléfono. Era la ayudante de su agente. Seguramente para recordarle que había perdido el vuelo.
- Reina, no me contestabas al Whatsapp. No quería molestarte. ¿Qué ha pasado?
- I missed it, darling. No fue mi culpa.
Al otro lado de la línea. La chica empezó a ponerse nerviosa. Eran las 7 de la tarde y había perdido el vuelo. Contuvo el aliento. Oía el ajetreo del aeropuerto. ¿Cómo había podido perderlo? Le habían puesto un taxi de una prestigiosa compañía británica en la puerta de su casa. El taxista incluso la había llamado. Lo había cogido.
"Tienes que llegar. Tienes que llegar." se decía a sí misma, nerviosa.
Agarró un bote de pastillas que tenía en la mesa. Cogió un chicle.
-Darling. Hay más vuelos, ¿no? ¿Puedo volar?
- Voy a consultarlo. Vuelvo a llamarte.
- Vale, querida. ¿Me espera un taxi en la puerta? Estoy cansada, tengo que volver a casa.
- Te llamo- fue lo único que pudo decir.
Colgó el teléfono y salió del despacho al baño. Se echó agua fría sobre la cara. Había perdido el vuelo. Había pedido el segundo vuelo del día. Tendría que llamar a la agencia de viajes. Se iban a reír de ella. ¿Habría otro vuelo? ¿Cómo que iba a irse a casa? ¡Tenía que coger el siguiente vuelo y llegar como fuera a Barcelona!


Colgó el teléfono y arrastró su maleta por la zona de tiendas, ajena a lo que acababa de ocurrir. Llamó a James, a unos 25km del aeropuerto.

Volvió a marcar el número. Comunicaba. Comunicaba. Empezó a agobiarse. Eran las 7.30 de la tarde y la agencia de viajes le había conseguido un vuelo para las 8, sin escala, en business. Solo tenía que acercarse a la puerta de embarque....

- Dime, querida.
- He conseguido tu vuelo. Tienes que ir a la puerta 23D. Te voy a pasar el billete por mail. Está todo solucionado.
- ¡Oh!
- ¿Está bien? Solo tienes que acercarte a la puerta de embarque, está en ese aeropuerto...
-La cena, querida. La comida en business is ever so disgusting. 
Al otro lado de la línea, Gemma estaba atónita. Estaba sola en la oficina. Su jefa había salido ya, acompañando a otra clienta a un evento.
- Send me a catering, would you? Sushi, whatever.
- Pero...¡es imposible! ¡Tu vuelo sale en apenas 20 minutos!
- No puedo no cenar. ¿Lo entiendes? A veces no sé por qué te resulta tan difícil hacer este trabajo.- Gemma se mordió el labio inferior. Tenía ganas de golpear un saco.- La cena del avión no es una posibilidad. Hagamos una cosa. Cenaré en el hotel. ¿Podrás organizar eso? Nothing ever so fancy. Solo una cena estaría bien: jamón serrano y champán. Organízalo. ¡Oh! Estoy agotada, querida. Voy a colgarte. ¿Qué puerta dijiste?
Y arrastró su pequeña y silenciosa maleta por el suelo interminable del aeropuerto hasta la puerta 23D.





domingo, 27 de julio de 2014

Era una tarde corriente en la Comisaría de Madrid Centro

Madrid, 24 de julio. 20h. 35º.

Sonó el teléfono con su irritante timbre. Entre sudores que huelen a desodorante del Mercadona, César se acercó para contestar la llamada: un edificio en el centro. Una casa de esas viejas.
- Enseguida voy.
Salió a la puerta e inmediatamente una ola de calor sahariano le azotó la cara y el cuerpo indiscriminadamente. Se puso el casco y se subió a la moto.

Qué absurdo. Otra vez aquí al centro. ¿Será una viejita en apuros? Puto Madrid. Puto verano. El uniforme negro le oprimía a la vez que atraía más el sol. Viajaba en moto. Solo. Siempre solo por las calles de un Madrid desierto en verano. Menos en Lavapiés. Que siempre hay que perseguir a algún hijo de puta. Puto distrito centro. Puto trabajo de mierda en las calles "sirviendo al ciudadano". En la oficina se había quedado Julián (Carabanchel, 1982), de su misma promoción pero con más titulación escolar, atendiendo a "guiris" a las que habían robado en la calle Huertas. "Guiris" de esas rubias y de piel rojiza por el sol de España, de anuncio, que habían llegado apuradas sin cartera ni documentación a su hotelito en Huertas. Y luego estaba él. Yendo a un edificio viejo aún no sabía a qué...

Aparcó la moto en la acera y llamó al timbre.La fachada estaba pintada de un color rosa, ñoño, como una casa de muñecas de niñas. En la puerta del edificio pudo ver su fecha de construcción: 1889. ¡La ostia!- pensó- igual hasta se derrumba esta cochambre en servicio. Escribió a Julián por Whatsapp: "Tío, me ha vuelto a tocar un puto edificio del centro de estos viejos. Me cago en ros. Unas cañitas luego, macho."

Le abrieron la puerta. El descansillo era amplio, y unas escaleras bastante inclinadas lo separaban del 1ºE, donde estaban los otros cuatro policías. Subió. Los escalones de madera no se quejaban de su paso. Llegó al fin con sus compañeros al estrecho rellano del primer piso. Allí estaban otros cuatro, junto con una señora de unos cuarenta años bien arreglada: tacones, falda tubo y mechas rubias. Las puertas de varios pisos de esa planta estaban abiertas. Móviles en mano.


Abrió el grifo con la mano derecha sudorosa y apenas pudo comprobar que caían dos gotas al vaso que había depositado. Se acercó al baño y abrió el grifo. Tampoco corría agua. Él seguía dormido, acurrucado en las sábanas, y aún no se había enterado de que estaban sin agua.
-Un corte programado-  pensó, -Nunca nos enteramos de nada. Han cortado el agua hoy y no nos hemos enterado de nada. ¡Hay que ver!
Igual era la obra de arriba. El dueño del edificio había decidido restaurar los dos últimos pisos viejos que quedaban en el edificio y hacerlos dos apartamentos nuevos de alquiler: uno para los "eternos inquilinos", una entrañable pareja de ancianos que vivía en el edificio desde la posguerra y otro para alquilar. Dobles beneficios, casa nueva.

Abrió la nevera. Aún quedaba una jarra de agua fría que les permitiría sobrevivir unas cuántas horas hasta que volvieran a reestablecer el agua...

Bajaban por las escaleras cuando oyeron un revuelo en el rellano de la primera, cinco policías uniformados acompañaban a una señora que se tambaleaba en unos tacones altos. Huele a boys y a despedida de soltera. La mujer, rubia, manoseaba inquieta su teléfono móvil. Tenía las cejas depiladas en una fina línea. Una línea que no cubría del todo la inmensa longitud de su ojo.
- ¿Qué ha pasado?- preguntaron al bajar
- Al vecino del primero se le está saliendo el agua. Y el agua gotea y cae a mi oficina- contestó la mujer. Trabajaba en el Banco Español, justo debajo de 1º E.

Los policías se movían con alboroto. Llamaban, se cuchicheaban entre sí. Bajaban y subían al bajo. Parecía que no sabían qué hacer...

Raquel marcó el número de nuevo, por décima vez en la tarde. Una trabajadora del banco la había llamado porque le estaba goteando el techo y al parecer venía del piso de Ignacio, el 1ºE. Había llamado al timbre, pero solo oyó reverberar el eco de su llamada por paredes diáfanas. Ignacio viajaba, a menudo, y casi siempre que estaba en Madrid no pasaba mucho tiempo en casa. Daba clases de yoga, practicaba meditación al alba en el parque del Retiro y salía a correr muy temprano los domingos. Raquel lo veía a veces, y la había invitado a un té exótico en alguna ocasión mientras le contaba su excitante vida de artista bohemio.
Ignacio no contestaba. Ni al timbre, ni al teléfono. Probablemente no estuviera soportando el calor de Madrid. Probablemente ni siquiera estuviera en España.
Antonio, el marido de Raquel, tampoco contestaba. Se había ido unos días al pueblo, a Navarra, de donde eran ellos, para despejarse un poco del calor y ajetreo de Madrid. Antonio estaba jubilado desde hacía dos años, y ambos decidieron que podían permitirse un apartamento céntrico en la capital para disfrutar de Madrid y su vida de ocio. Antonio era maestro, de lengua y literatura españolas, y disfrutaba de su misión docente en cualquier ocasión que se le presentara en la extraña tranquilidad de su jubilación.
Antonio no contestaba. Desde hacía cuatro horas no contestaba llamadas ni mensajes. Antonio había tomado la presidencia de la Comunidad y todos los vecinos lo conocían. Raquel, en cambio, estaba a la sombra de su marido, y esta era la primera crisis que tenía que gestionar como "presidenta en funciones".
Salió al rellano del primero, en zapatillas de estar por casa, y con móvil y libretas en la mano.
- Hemos cortado el agua de la general para que no gotee. Hasta que no podamos cortar el agua del piso no la volveremos a encender.
Los policías la miraban con descrédito. El rellano de pronto se había llenado de gente. Aún no habían llamado a los bomberos, y, más bien, estaban allí a ver qué si alguno decía cuál debía ser el siguiente paso. Aquí no había porras ni persecuciones. No había cretinos ni ladrones, no había que rescatar a ninguna damisela en apuros, ni consolar a una mujer violada. Ni siquiera hacía falta uniforme y pistola. Solo tenían que marcar el maldito número: 080, y dejar que aquellos superhombres vinieran a tirar la puerta abajo.


viernes, 11 de julio de 2014

Marketing cinematográfico: Open Windows (Nacho Vigalondo)

"Las películas tienen que tener un elemento con el que poder promocionarse" Mariela Besuievsky, Tornasol Films

Desde que se produjo la subida de los precios de la entrada de cine por la radical subida del IVA (ahora al 21%), la asistencia a las salas de cine se ha desplomado (-15,4% de 2012 a 2013 según la entidad europea International Union of Cinemas). Dos "Fiestas del Cine" y muchos "Miércoles al cine después", la comedia española Ocho apellidos vascos ha dado la sorpresa en las taquillas este 2014 con nada menos que 8.659.783 de espectadores, superando al éxito de 2012, Lo imposible (6.018.350 espectadores) y al clásico de Amenábar Los otros (6.410.461 espectadores, la película más taquillera hasta 2014 del cine español). 

Nacho Vigalondo estrena Open Windows en España en pleno mes de julio en 166 salas (4 de ellas en VOS) en el territorio español... ¿Qué elementos conjuga su película para llevar al espectador a la sala? ¿Podrá superar el reto de estrenar una película en verano en nuestro país?

El marketing cinematográfico de Open Windows

1) NACHO VIGALONDO. En mayúsculas.

El director cántabro bebe de influencias de grandes nombres de la historia del cine como el maestro del suspense Alfred Hitchcock y el rrompedor Brian de Palma.
Nacho Vigalondo es en sí mismo una marca personal que se asocia a un tipo de género concreto en el panorama del cine español.
El director -marca es una fórmula que funciona en el cine español. Y tenemos sobrados ejemplos de ello (Pedro Almodóvar, Bigas Luna, Bayona, Amenábar, Álex De la Iglesia, Isabel Coixet...). Ir a ver un film de estos directores nos ubica dentro de una esfera personal y definida en la que sabemos a "qué mundos" pretende trasladarnos cada director...

2) Es Sasha Grey. Y lo sabes. 
Si el cine que propone Vigalondo es transgresor, la ex actriz porno Sasha Grey pretende salirse de los esquemas pasándose al "otro lado del cine". Sasha Grey es otro de los principales reclamos de la película. Aunque el director confiesa que el papel no estaba planeado para ella, es un valor añadido a la película: morbo, o redescubrir las dotes interpretativas de la actriz son otros de los reclamos de Open Windows, un film que reinventa el voyeurismo hitchcockiano en la era de internet.



3) Innovador en la forma
La acción en Open Windows transcurre marcada por las pantallas. Pantallas que se superponen. Pantallas que invaden nuestro día a día. Pantallas para una atención dispersa. Una navegación por ventanas.
Nacho Vigalondo nos propone un ejercicio de estilo en el que la forma  prima sobre el contenido y la trama.

Vivimos rodeados de cámaras y geolocalizados. Es nuestra realidad, y la que pretende plasmar Vigalondo. Cámaras de vigilancia y cámaras en los teléfonos móviles, webcams y videoconferencias. Cámaras que nos privan de privacidad. Cámaras que controlan cada uno de nuestros movimientos... El film promete: las imágenes que el espectador ve en pantalla pertenecen a multicámaras, situadas en distintos lugares y reunidas en un punto virtual.
La web es el nuevo espacio voyeurista con el que el director reinventa el clásico de Hitchcock Rear Window (Ventana indiscreta, 1954) en nuestros días. Las cámaras que nos permiten acceso ilimitado y público a espacios privados e íntimos, que pasan incluso a formar parte de nuestra realidad...

Montaje vertiginoso y efectos especiales. Es otra de las características esenciales del film, que vapulea constantemente al espectador en su asiento. Que le cambia la perspectiva y el ángulo de la cámara. Que por primera vez parece que el mundo del cine puede ser en 360º, rompiendo dimensiones y perspectivas. Vigalondo se atreve a estampar al espectador con la realidad del simulacro de la pantalla del cine en un film experimental y postmoderno.

Tampoco debemos olvidar que el film es una reflexión sobre la identidad en la web. Una identidad que se conforma por un número de píxeles de determinadas características y una identidad que tanto se construye como se desintegra...

4) Lo conocemos como Frodo.
Sí, Elijah Wood ya ha interpretado varios papeles desde que encarnara al hobbit protagonista en la saga El Señor de los Anillos, pero para el público seguirá siendo Frodo, una entrañable cara hollywoodiense, conocida y que derrocha simpatía; que por segunda vez se pone en manos de un director español (tras Los crímenes de Oxford (Álex de la Iglesia 2007))...

5) La promoción en televisión y en los medios
- RTVE. El canal público apuesta por el fomento de la cultura y la cinematografía española, con una cuota de pantalla del 7%.
Días de Cine (2/7/2014) se dirige a un espectador cinéfilo (al menos un poco) que ya siente curiosidad por la película.
- La principal fuente promocional viene de A Tres Media. El hormiguero (Antena 3) acogió a los dos protagonistas un par de días antes de su estreno (1/7/2014) con nada menos que 2 millones de espectadores (12,5% de la cuota total de pantalla) y que se dirige a un público más amplio y diverso, que quizás no ha sido alcanzado aún por todos los elementos promocionales anteriores...



6) La premiere tradicional en Callao (Madrid)
La Gran Vía y la noche madrileña se dan cita en el estreno en la alfombra roja madrileña. Un entorno rodeado de actores, directores, productores y muchas ganas de cine. Sin duda estos eventos son un reclamo de repercusión mediática....

7) Su tráiler
https://www.youtube.com/watch?v=KYp6Ee_fgik






¿Será suficiente este marketing cinematográfico en España? Su estreno en nuestro territorio ha sido discreto (11º puesto en taquilla en el fin de semana de su estreno), muy por debajo del estreno internacional.
¿Qué pasará después del primer "Miércoles al cine" desde su estreno? ¿Es un film para cinéfilos? ¿Es el verano una mala época para los estrenos de cine? ¿Cambiarían las cifras si computaran los espectadores que han visto la película de Vigalondo online? 





martes, 8 de julio de 2014

Last goodbyes

She couldn't utter a word. Laying in her hospital bed, she could see, around her, all of her family was there.
He wouldn't hear. So she'll have to speak up, louder, and make him confortably read her lips while talking, so that either reading her lips, or hearing her distant voice, he could make out her words...

He stepped forward, and came to hold her hand.
She kissed his cheek gently, as she had been doing over the last fifty years.
- You came... - she whispered, holding her last breath. He moved closer and smiled. She let her head slide back, reconforted- you came here... today- He nodded.
- Today, my darling, after so many years.
She could feel the wedding ring aching at the compass of her resisting blood pressure. He held her hand. She was trembling. Her skin was tight yet wrinkled.
-I'm here, my dear- she whispered- I'm here for as long as it takes.
With all this memories. Of you and me. Of a lifetime.
He came closer to hear her.
-I'm here- he said, and kissed her forehead.
- This time it's another war, that will keep us apart. But it wasn't for the shooting across the vast fields of Andalucia... - she recovered small flashes of memory- democracy. You remember that day?

He nodded, again, in silence.

-It was a rainy day and Alfonsito had died during childbirth. The disorden in our attic. That smell of wet wood. The dust in your shoes, my darling, for as long as my memory recalls...
She stopped.
-Where are the pills, my dear? Did you forget to take them?
He sat close, and gently put his hands over her eyes and said: No pills today, Antonia.
- It's cold again. Did you forget to close the top window?

At the sides of the room, the four children of the couple held their tears. It was the last goodbye.

- I love you!- she cried, and while he hug her intensely, her heart stopped beating.

domingo, 29 de junio de 2014

El color en el cine: "El curioso caso de Benjamin Button"

E
l color nace fruto de la sensibilidad del ojo, de la reacción de la retina a la luz que determina los colores. También se debe a la acción pasajera de cuerpos incoloros, transparentes, traslúcidos y opacos sobre la luz y la imagen luminosa.
“El color es una emisión de energía dentro de frecuencias bien precisas” (Euler)
Todas las cosas visibles se distinguen y se hacen deseables a través del color (…)” Colbert (1671)
Es cierta la cita de Colbert. Todo lo que observamos a nuestro alrededor desprende color: la hierba, los edificios, las banderas, los cuadros, un jardín… incluso nuestra forma de vestir emite colores que evocan sensaciones. “Vemos colores cálidos y fríos, susurrantes y chillones, afilados y embotados, livianos y pesados, tristes y alegres, estáticos y dinámicos, indómitos y sumisos (…)” Kepes (1976). Más allá del componente biológico que determina nuestra percepción de los colores, existe también un componente psicológico que condiciona nuestra interpretación de los mismos.
A lo largo de la historia, podemos ver cómo se van incorporando los distintos colores que hoy conocemos: las tonalidades azules brotan en el corazón de la latinidad occidental, el color azafrán surge a raíz de los tintes rojos, ya que la calidad del producto busca colores más densos y más cálidos (azafrán, carmesí…). El amarillo y anaranjado surgen en la fabricación masiva de colorantes para la producción de explosivos…
 El color nace con el descubrimiento gradual de los colores a la anilina, cuya producción industrial se dio masivamente en el S. XIX, y que desde entonces marca el signo del color. El mayor esfuerzo de la química industrial fue el de producir tintes acordes con la escala de colores que el ojo y el gusto seleccionaban. Cuando la gente comenzó a ver y usar colores diferentes, comenzó también a pensar en forma diferente. La producción industrial del color corresponde especialmente a las áreas continentales de Europa (particularmente Alemania, ya que Inglaterra importaba tintes a las colonias).
El blanco higiénico del S.XVIII refleja la limpieza de una segunda piel. También está presente en la recuperación del neoclasicismo en la arquitectura: el blanco invade las ciudades el S. XVIII- S.XIX.
La guerra como protagonista de la historia también marca la definición de una serie de colores: los soldados buscaban hacerse invisibles entre el paisaje, un camaleonismo. El verde militar se utilizaba para cumplir este objetivo en las zonas de batalla, en los prados…
En la actualidad, el color participa en el proceso de identificación en distintos ámbitos: los colores de moda, de la patria, de la pintura o del arte. También existen colores asociados por convicción social: el blanco representa la paz, el negro el luto, el azul para los niños y el rosa para las niñas…

El color en el cine. Una secuencia de "El curioso caso de Benjamin Button":


He seleccionado una secuencia dentro de la película “El curioso caso de Benjamin Button” que abarca tonalidades amarillas, azafrán y anaranjadas contrastando con un esquema de color de tonalidades azules y colores fríos como el gris. Este contraste se denomina polaridad siendo el amarillo el color más polar y el azul el menos polar.
Estos dos colores principales se ubican dentro de lo que denominamos “colores primarios”. A partir de ellos se desarrollan el resto de distintos colores. Se trata de dos colores cuyos significados son opuestos: el amarillo es un color cálido, y por ello se utiliza en la escena en la que los protagonistas están en la cama. Tanto las sábanas como las telas que los rodean son de tonalidades azafrán, la luz en los rostros impacta directamente, la entrada de rayos de sol por una ventana al fondo de la imagen en la esquina izquierda… La calidez del color analizada dentro del contexto de la película se puede entender como la seguridad de la relación, como el momento que ambos personajes viven. También contrasta con la tormenta que está teniendo lugar fuera de la casa. El amarillo del interior crea una atmósfera de protección, de seguridad, de confianza, de cercanía.
Tras la calidez de esta escena se nos propone un contraste radical: nos ubicamos en el interior de un hospital, en tonos azules muy fríos. Kandinsky (1983) define el color en función de cuatro atributos: cálido- frío, claro- oscuro. La tendencia hacia el amarillo o el azul determina la propiedad térmica.
 La mezcla de azules y grises en esta escena se expone en oposición a la anterior: si antes todo era felicidad y amor, ahora solo queda tristeza y muerte, para ello se vale de la confrontación amarillo- azul.
Si nos fijamos detenidamente en la imagen, las cortinas de la habitación que en la escena anterior eran amarillas y transmitían calidez, ahora son azules y muestran desesperanza y dolor.  Encuadran a la anciana protagonista en la camilla y localizan el punto de vista en ella evocando así sentimientos de sufrimiento transmitidos por el color. El azul entendido como el color menos polar se asocia a las sombras, a la oscuridad, a la debilidad. La luz es tenue, débil, propiciando el denominado “efecto Purkinje”: ante una luz débil, se resaltan más los azules ya que en la sensación visual intervienen los bastones, más sensibles a las longitudes de onda cortas.

También recurre al contraste de los mismos colores posteriormente. La casa en la que habitan los protagonistas está pintada de amarillo azafrán y las luces y objetos también están acorde con esta tonalidad. Las escenas en el interior de la casa muestran una vez más la prosperidad de los personajes. A continuación choca el espectador de nuevo con azules en una piscina. Esta vez no son azules apagados, sino más bien celestes combinados con blanco y gris, pero el efecto que crea es el mismo: frialdad. El recorrido con la mirada de la protagonista por el agua en ligero movimiento, la penetración del intenso azul celeste en la retina del espectador nos anticipa las lágrimas. Cuando ella llora, se la enfoca en un contrapicado que deja ver un fondo de intenso azul celeste.

miércoles, 25 de junio de 2014

In this wild world

Because we are lost, thrown into the immensity of this world among old and new stuff, amongst all kinds of different people.
We are mere beings, populating this planet that is too tired of existing.
We are small and insignificant, temporary and replaceable.

But sometimes we find that halo of hope. A light that illuminates that squared meter in which we belong.
And we find small things that count big. Temporary things that become neverending.
We find reasons to believe that everyday (any day) can be extraordinary...

jueves, 19 de junio de 2014

Olmo 32

Las farolas aún no se apagaban, y la calle estaba en ese anochecer tardío característico de los primeros días de verano en junio. Hacía calor. Tenían las ventanas abiertas y se oía el murmullo constante del ajetreo de las gentes, el discreto clinclineo de las jarras de cerveza en las mesas de los bares, las conversaciones intrascendentes.
Ella se acercó a la ventana, arrastrado su pierna amoratada, para respirar el aire fresco de la noche. Los vió.

Una pareja que estaba en el portal de la calle del Olmo. Olmo, 32. La chica bailaba y se contoneaba hacia el portal y el chico la seguía, balanceando un casco de moto en el brazo, como queriendo seguirla sin querer. Ella se detuvo en el portal.

Había acabado de fregar y se acercó a ella.
- ¿Qué haces?
- Hay una pareja abajo...
Él también miró.
- ¿y qué haces?
Repitió.
- Jugar. Juego a inventarme su historia por sus gestos, por cómo se acercan el uno al otro, por cómo se miran, por su ropa.
La besó en la mejilla y acercó dos sillas, para sentarse a seguir observando.

La pareja seguía allí. Ella se acercaba sigilosa, a la comisura de los labios de él. Los bordeaba y le susurraba algo al oído. Él sonreía y la abrazaba por la cintura, buscando besarla. Ella evitaba su boca y la buscaba.

-Están jugando.
- ¿Es una ruptura? ¿Es una pareja que está volviendo a verse a ver si pueden recomponer las cosas?
- Es una de las primeras citas. Aún no se han besado.

Se acercan al portal. Ella coge su llave y abre. Las luces del pasillo de encienden. Él se acerca y la besa en el escalón entre la calle y el portal, ella en el escalón superior, él abajo. La luz del pasillo se apaga.

- ¡Que entran que entran!
- ¡Maldita luz! ¡A ver si baja algún vecino a sacar la basura o algo! ¡Que nos lo vamos a perder!

La luz se enciende de nuevo. Él sale del portal y ella entra, sola, como para subir a casa.

-¡¿Qué nos hemos perdido?! ¿Por qué se va?
- Tengo ganas de gritarle y decirle que le diga que la quiere. Que siempre la ha querido.
- ¡Pero si es una primera cita! ¿Cómo le va a decir que la quiere! ¡Se va a asustar!
- Son una pareja que ha roto. Tiene que decirle que la quiere. ¡Si no no se van a arreglar nunca! Seguro que cuando estaban juntos no se lo decía...

El chico espera fuera, en la calle. Se mueve despacio, hacia abajo de la calle, y luego hacia arriba. Se sienta en una moto mirando el teléfono. Se enciende la luz del pasillo otra vez. Una señora mayor saca su bolsa de basura violeta. La sigue la chica. Sale, él la abraza, se besan y vuelve a entrar, sola en casa. Él se pone el casco de la moto. Pasa una pierna y se sienta en la moto. Se abrocha el casco.
Se enciende una luz en el 3ºB.

- Estas cosas nunca acaban como deberían. Ya se va. ¡Qué pena!
-¿Crees que volverá?
-Quizás...


La coronación de Felipe VI...

Versión ficción americana de la coronación Felipe VI:
ESCENA 7. Dentro del Congreso de los Diputados. El Pleno del Congreso está lleno de políticos de las distintas ideologías. Nadie ha querido perderse este momento estelar en el que el príncipe Felipe se va a convertir en Rey de España tras la proclamación de su discurso. Alegría y júbilo. La futura reina sentada justo detrás del nuevo rey. Cruza sus delgadas piernas y acerca la mano a tocar cariñosamente el pelo de la mayor de sus hijas, sentadas, por altura, a la izquierda de la Reina. Leonor mira curiosa al "público" (los diputados), Sofía se muerde el dedo pulgar. 
El rey está de pie en un púlpito. Lee su discurso, en un atril, dirigiéndose a la sala. Para un momento. Silencio. 
FELIPE- Doy gracias a todas las instituciones que han decidido ponerme hoy aquí. (Coge el papel con el discurso del atril y lo hace una bola. La lanza hacia el Congreso). Pero creo que hoy España necesita que las cosas se hagan de otra manera. (Se oyen murmullos de sorpresa en la sala. Letizia se levanta se su silla y se acerca al púlpito y entrelaza su mano con la de Felipe). Hoy creo en una España libre y democrática, y por ello, aquí, en nuestra institución más representativa, proclamo un referéndum.
(La sala se agita con un grito de asombro)
Sí, señores parlamentarios. Han oído bien. Un referéndum. En el que los ciudadanos puedan decidir si quiere que se yo u otro el que siga velando por el pueblo español como jefe de Estado. 


(En una sala contigua, los asesores de comunicación de la Casa Real se miran, atónitos. Uno mira al otro y asiente. Sonríe).

Por ello hoy, hoy invito al pueblo español a que decida si quiere que sea yo, u otro, el máximo representante del Estado Español.

El Congreso se remueve en sus asientos. Los Diputados parecen no dar crédito a lo que acaban de oír.  Aparecen activistas de torso descubierto y portando banderas monárquicas (España con la cara de Felipe de Borbón) en las últimas filas de la sala. La Infanta Sofía se urga la nariz y se saca un moco. La ex- Reina Sofía se saca un selfie con Rajoy. Aznar abraza a Zapatero. Murmullos.

sábado, 31 de mayo de 2014

Cofres

El cofre es ese ente invisible que sigue nuestros pasos, que nos acompaña a lo largo de nuestra vida, es la maleta, que va cambiando según avanzan nuestras etapas vitales.

Cofre de sueños (We are young)
Aquella manifestación en la calle que creímos que cambiaría todo. Tener nuestra propia casa. Conseguir graduarnos. Tener una titulación y nuestro primer trabajo. Viajar. Enamorarnos y reenamorarnos. Adoptar (un cachorro, un niño). Trabajar. Casarnos. Viajar a Taipei. Activismo. Cooperación. Escribir un libro. Plantar un árbol. Quiero ser jefe. Quiero tener mi propia empresa. Quiero hacer una película. Otra carrera. Nuevos compañeros, nuevas experiencias vitales. Perder a un amigo en un accidente de tráfico. Un tatuaje que lo significa todo- ahora y "para siempre".


Cofre de la nostalgia (¿Recuerdas aquella canción de los 80?)
"Antes de que nacieras". Todo lo que dicen nuestros padres que hicieron de jóvenes, antes de nosotros. Todo lo que no hicieron. Y si hubiera sido guionista. Y si hubiera sacado una plaza por oposiciones. Y si hubiera aceptado aquel trabajo en Francia. Y si hubiera elegido otra pareja. Y si mi maqueta se hubiera convertido en un gran éxito. Y si...

El cofre de la nostalgia es una constante lucha. Una mirada atrás, al cofre de los sueños. Una mirada a lo más profundo, a las raíces sobre las que se ha cimentado toda una vida. Una mirada al pasado, a un pasado que jamás volverá. Pero ¿llenaste bien el cofre de los sueños? 

Cofre de la felicidad 
No puedo moverme. Y me duele. Veo cada vez peor, y casi no puedo enhebrar la aguja. Cada vez duermo menos, este café... Y lo guapos que están los niños, y la boda de los nietos, y su formación, se graduaron y esa foto de carnet en blanco y negro en la que salgo tan guapa. Y el viaje a París, en coche, ese coche que no arrancaba, y nosotros con las ventanillas abiertas porque hacía un calor de mil demonios en agosto. Y esa primera tarta, harina de primera, receta de la suegra, ¡menudo desastre! Y llegó Ramón, y luego todos los demás. Cuatro. Cuatro hijos. Cuatro familias felices. Que llegue Navidad. Y los cumpleaños. Y la primera vez que nos mudamos a esta casa. Hace ya más de 40 años. Y la vida en el pueblo. Y ese médico tan majo del martes. 

El cofre de la felicidad se llena cada vez más según se nos acerca el final de la vida. Es verdad, que no contamos cosas tristes. Que valoramos más todo aquello bueno que nos trajo la vida. Los problemas son menos. Todo es más lento. Más intenso. Un último latido, que, si es el último, espero que sea un latido de felicidad por todo lo que he vivido. 




domingo, 25 de mayo de 2014

El último cromo

Todos los domingos, el señor Luis se levanta, se pone una camisa azul de rayas, unos pantalones vaqueros que se le caen de la cintura, unos zapatos, náuticos o mocasines o incluso, alguna vez, se pone esas deportivas tan raras, las "tenis", que le regaló su hijo para sus paseos, y se da un paseo desde Embajadores hasta una plaza abajo de La Latina.
Siempre, antes de salir de casa, le da un sonoro beso a su esposa, Paloma, que está en la cocina haciendo croquetas con los restos del cocido, y se baja, escaleras abajo, boina en mano.
Luis tiene setenta y dos años y la mente aún muy lúcida.  Está perdiendo la vista, poco a poco, y sus piernas ya no son lo que eran, pero el camino de los domingos, con su viejo álbum de cromos de piel desgastada, es una de las rutinas, autoimpuestas, que más ilusión le hacen.
A veces hace frío, y el señor Luis llega agotado, se sienta en un banco en la plaza, y ve como los niños intercambian cromos nuevos, que no conoce, de monstruos y hadas, de colores y formas, de jugadores nueva cantera de los equipos de fútbol, con bordes desgastados, o cromos nuevos, recién salidos de un sobre, rasgado con intensa emoción.
Otras veces hace calor, y el señor Luis apura una limonada que le ha preparado Paloma en una cantimplora, como cuando eran jóvenes y aventureros, y se sienta bajo la sombra de un árbol a observar.
Abre su álbum antiguo, de piel desgastada, y observa en silencio ese último hueco que le queda para completarlo. Sonríe. Y entonces se levanta y empieza a buscar coleccionistas de ese mismo álbum, cartas antiguas y bordes desgastados, manos llenas de manchas y arrugas, caras de otros conocidos coleccionistas. Busca y busca, y luego llama a Paloma, desde "uno de esos aparatejos" y los dos se sientan en el mismo bar desde hace más de cuarenta años, a tomar un vermú antes de la hora de comer.
Hoy nadie encuentra al señor Luis en el banco donde solía sentarse. Algunos rumorean que enfermó, otros que ha muerto, otros que Paloma está enferma.
El señor Luis no aparece porque está en casa. Hace treinta años que busca ese último cromo que encontró, por casualidad, tirado en un arbusto en la plaza donde llevaba toda una vida buscándolo. No sabe si fue la suerte, o el viento, que le dijo que había llegado su momento.

El señor Luis murió apenas dos semanas después de encontrar su último cromo.

domingo, 20 de abril de 2014

Si atardece en Madrid

Hay un lugar indiscutiblemente peculiar en donde estar.
Siguiendo la Carrera de San Francisco, al final, encontramos la Basílica de San Francisco el Grande.
Es domingo, y la mayoría de turistas ya se aglutinan para despedir al sol en el Templo de Debod. Los ajenos a este acontecer, apuran los sorbos de su segunda cerveza de la tarde en cualquier bar de La Latina. Los padres ya recogen a sus hijos del parque para llevarlos de vuelta a casa a la rutina de baño y cena.
Son las ocho.
Subimos unos escalones altos y largos para llegar al parque. No es muy grande, pero tiene una ubicación privilegiada: tranquila, pequeña, elevada frente a la inmensidad de Madrid y un secreto aún muy bien guardado.
La tierra se cuela en mis zapatos según atravesamos el pequeño parque, un cuadrado resguardado con plantas en los cuatro laterales. En los bancos, adolescentes ríen y esconden sus cigarros.
Al final de este pequeño cuadrado hay un balcón. Una barandilla que se extiende y se alza frente a los límites de Madrid.
El sol está ya en retroceso, se quiere dormir.
Me apoyo en la barandilla.
A la derecha, me protege un muro de hormigón plagado de graffitis. Absurdos. Uno encima de otro. Colores inconexos. Garabatos de manos inexpertas. Sueños aplastados contra un muro.
Él me abraza, deslizando sus brazos por mi cintura, deslizándolos hasta tocar, acariciar y agarrar mis manos.
Nos quedamos así, en silencio, mientras el sol se desplaza, lento, hacia el final del abismo.
Debajo de nuestro balcón, unos adolescentes juegan al baloncesto, para mi sorpresa, sin hacer ruido, sólo el deslizamiento de las zapatillas por el asfalto de la pista y el bote de la pelota, sólido, impositivo, contra el suelo.
Se acerca otra pareja en silencio a nuestro pequeño balcón.
Me giro. Nos besamos. El sol se ríe de mis espaldas. El tiempo se detiene.
Y lo miro, entre mi ceguera frente al sol, entre mis rizos alborotados. Vienen nuevos tiempos.
El sol se desplaza lento, hacia el final de donde podemos verlo.
Los adolescentes del banco se remueven.
La pareja entrelaza sus manos.
Naranja, amarillo y rosa se funden en el óleo celeste. Llega una brisa de nuestra izquierda, y me refugio en su cuerpo.
El sol no se detiene.
Ya llega a su destino, viajar de nuevo, de vuelta, otro día.

lunes, 14 de abril de 2014

Notas de una tardía primavera. Terrazas

Tengo la ventana abierta a la primavera, que hace dos semanas que ha llegado a Madrid. Primavera que se funde de verano, y sus casi treinta grados de mediados de abril.
Suena el murmullo cercano de las terrazas en Santa Isabel. Risas distraídas, conversaciones ilegibles, ruido. Ha llegado la primavera, y el sol también se cuela por la ventana, abierta, hasta la noche.

No estás. Y el murmullo se transforma en silencio aquí. La ventana y la terraza hacia el mundo. Una ligera brisa. Y me retuerzo entre estas cuatro paredes, el canto de un pájaro, la luz rosa de este atardecer.

Madrid despierta, y se cuela entre las cortinas blancas, entre el ajetreo del metro, entre las cervezas de lata y fotógrafos aficionados. Este Madrid, el de las gentes que salen a las terrazas,el de la luz de una tardía primavera,el de la liga de fútbol y, los conos de helado, el del  Retiro con olor a crema solar en pleno abril.

sábado, 1 de marzo de 2014

... necesitaría que me trajera mi pedido al coche

Eran las 15.48 de un extraño martes en el restaurante. El sol se colaba entre nubes aquel día de finales de febrero.
Sólo quedaban tres personas en ese bar. El dueño, Jin, un hombre de origen malasio que había emprendido la aventura de abrir un restaurante que ofrecía comida a domicilio en Madrid y que ofrecía sobre las mesas folletos turísticos publicitarios de su estado natal; su sobrino, un cocinero también de origen oriental que apenas llegaba a la treintena, que jugueteaba con una sartén de wok, más alta y gruesa, balanceándola de izquierda a derecha y de derecha a izquierda en un baile sin fin sobre los fuegos apagados; y el único habitante español de aquel negocio, Paquito, un hombre que estaba llegando a los cincuenta y que atendía las llamadas en castellano "amadrilado".

- Paquito.- lo llamó Jin- entonces ese otro lado del Retiro, al oriente, eso se llama ´Pasífico'
- Sí Jin. Toda esa zona hasta esa calle grande es Pacifico.
- Hay muchos chinos allí.
Paquito asintió mientras su jefe evaluaba las condiciones: entrecerrando los pequeños ojos rasgados y rascándose con su alargado dedo índice la parte de arriba de la frente.

Sonó el teléfono. El chico joven dejó de mover la sartén con un gesto de incredulidad.
Paquito levantó el auricular.
- Sí maja, aún estamos abiertos, y te lo preparamos calentito
La voz al otro lado del auricular se cortó. Como una desafortunada caída de línea. Como si la chica hubiera desaparecido, por un instante, en la nebulosa solitaria de aquella atmósfera en una isla perdida de Malasia.
Paquito esperó. No podían consultar las llamadas en aquel viejo interfono, pero podía esperar, a que la chica volviera a llamar.
Y lo hizo.
- Hola, perdone es que se ha cortado. Quería hacer un pedido. Es para entregar en una dirección.
- Sí claro, dígame que anoto. ¿Qué le apetecería comer señorita?
La chica dudó.
- Hacen una ensalada con mango y frutos exóticos, si no recuerdo mal, ¿verdad?
- Sí. ¿Eso de primero maja? ¿Te pongo un menú de dos o de tres? ¿Y de bebida?
- ¡Oh no, no! De tres sería demasiado. De dos está bien. Y agua. Gracias.
- Muy bien. ¿Y entonces de segundo qué ponemos?
- Unos de esos tallarines tan ricos, con verduras, al wok..
- ¡Peerfecto! ¡Marchando uno de esos!
Muy bien, dígame, señorita, ¿dónde quiere que le llevemos su pedido?
- Pues verá... Necesitaría que me trajeran el pedido a la calle Embajadores 177. Es donde está Carglass.
- Muy bien. ¿Número de piso, majeta?
- No... no hay número de piso. Estoy en un coche. Fuera de Carglass esperando a que abran, y no lo puedo dejar solo porque la ventanilla está rota. Por eso, si fuera tan amable, necesitaría que me trajera mi pedido... al coche.
La respuesta sorprendió a la vez que estremeció a Paquito. ¿Qué le abría pasado? Era muy tarde para comer, aunque hoy en día, los jóvenes no tenían casi nunca hora de comer. Como su hijo los domingos, ahí venga a dormir, con el cuarto cerrado, apestando a alcohol de la noche de antes. Alcohol y sudores, ese era el aroma del cuarto de Paco, el hijo de Paquito, auxiliar de clínica en paro.

- Enseguida marcha, maja. Aguanta el hambre.
- Muchas gracias. Y perdone usted, por las molestias.

Jin alzó la vista para mirar a Paquito.
-¿Y Carglass suele tener este tipo de clientes? Y le metió a Paquito un taco de tarjetas en el bolsillo de la camisa antes de que saliera...



lunes, 10 de febrero de 2014

Revólver

- Seguramente no es la primera vez que te clavan una pistola en las entrañas.
Su voz retumbó, sensual, en la oscuridad.
- Y seguramente, tampoco es la primera ocasión en la que temes por tu vida.
El hombre permanecía inmóvil y en silencio. Cuatro pelos canos intentaban cubrir su calvicie en la parte frontal de la cabeza, y rompían la continuidad con su frente en una extraña y cómica, a la vez que lamentable manera.
Su aspecto, envejecido, poco tenía que ver con la forma en la que mascaba chicle, cual adolescente, y cómo se le enganchaba en las muelas y hacía esfuerzos por sonsacárselos con los dientes, de manera muy poco elegante.
Tampoco tenía que ver su aspecto, degradado, con su personalidad prepotente. Sus rasgos poco atractivos se ocultaban bajo jerséis de Lacoste, y sus piernas cortas se enfundaban bajo unos vaqueros mal elegidos para un hombre que pasa los sesenta.
No. No era la primera vez que lo asaltaban para intentar matarlo, pero sí era la primera vez que la voz que se ocultaba tras su verdugo era la de una mujer: sensual y agresiva, nerviosa y firme mientras sostenía un arma que, él intuía, no iba cargada.
No contestó. Tenía curiosidad, una intensa curiosidad por saber de qué trataba toda aquella encerrona, y si había sido una sorpresa o un regalo, envuelto en forma de sadomaso o simplemente de sumisión, y empezó a dejar su mente correr e imaginó el cuero y el latex, las esposas, la mujer atándolo al borde de la cama...
- ¿No vas a decir nada antes de que te mate?
Tuvo una erección. No tenía problema en tenerlas, y menos si se trataba de furcias que le sometían a dolorosos placeres. Por primera vez, contestó con voz excitada:
- Quítate tú la ropa antes esta vez, por favor... Quiero disfrutarlo.

http://www.youtube.com/watch?v=8u1-JILEx5Y