martes, 11 de agosto de 2020

Una puerta al cielo

Nostalgia. No sé cuantas veces habré subido en aquel ascensor a la casa de mis abuelos en Alicante. El edificio Torre Vistamar es un bloque de ladrillo ocre que se erigió en los años sesenta, característico por su celosía, el elemento más representativo del edificio, miles de piezas en forma de hélices de tres puntas que crean un entramado que protege la fachada que no da al mar.  

'El Barco' se enfrenta al mar, con casi 30 plantas, y no hay en la costa de Alicante otra torre de similar especulación urbanística y turística que se le pueda comparar. 

Al entrar al portal, la cristalera principal te asoma directo directo al mar, es un viaje a un horizonte infinito, al azul celeste del cielo. El suelo, de mármol blanco calcatta, da continuidad a la luminosidad y claridad que entra a través de las cristaleras.

Cuando era niña los ascensores estaban viejos. Los botones cuadrados siempre conservaban restos de arena en sus bordes. La luz era tenue. Pero enseguida llegábamos al segundo, a casa de los abuelos, y había corriente, un aire cálido que traía consigo olor a paella.

Había que llegar, como tarde, a las 2. Las 2 era la hora de comer en la generación de la Guerra. Antes se tomaba un tinto de verano, una clara y, los niños, una Fanta de Naranja o La Casera. La Casera era típico de los 90. Sus burbujas explotando contra el paladar y su sabor ligeramente azucarado. 

Cuando entrábamos, siempre estaba mi abuelo sentado frente al mar, leyendo algún periódico, picando frutos secos y mirando el horizonte apoyado en las barandillas de sabor náutico. En cambio, mi abuela estaba siempre trajinando en la cocina. Terminando de freír croquetas o calamares, dándole la vuelta a una tortilla de patatas. A mí me gustaba quedarme allí con ella y ver cómo lo hacía, cómo sus dedos regordetes dejaban caer las bolitas al aceite hirviendo, mientras ella contaba cómo lo hacía, con mimo. No paraba de hacer cosas. 

Sobre la mesa de la terraza había un mantel de plástico, y rodeaban ocho o diez sillas, dispuestas para la comida familiar. Poco a poco, la abuela traía la ensaladilla rusa y la tortilla, croquetas del tamaño del puño cerrado, con bechamel y jamón, con huevo duro, y calamares. 

De fondo estaba el mar. El mar intenso e infinito. El mar como espejo de calma y tempestad. Un mar de verano manso, los barcos surcando olas, soñando horizontes. 

Hoy el ascensor de acceso está completamente renovado, con una luz cenital de LED que rinde buen homenaje a la entrada desde el portal. Los aires están renovados, pero la memoria vuela a lugares pasados. 

Al entrar, un espejo. Adriana, mi hija mayor, tendrá hoy la edad que tenía yo cuando impacté mi primer recuerdo contra la memoria de aquella casa: 3 años. Se abren las puertas y llega, como siempre, la corriente de aire cálido que se cuela entre la celosía. Todo es como siempre, salvo que nada es como era antes. La puerta se encalla al tratar de abrirla. La cerradura oxidada. El ventanal abierto. El abuelo no está. La abuela no sabe dónde está.