viernes, 3 de julio de 2020

29 veranos


Cuando acababa el curso escolar, siempre habían llegado mis abuelos ya a Alicante. Su piso daba al mar de frente, era un enorme ventanal con terraza que desembocaba en la playa de la Albufereta y las corrientes, entre la puerta de entrada y la terraza, traían consigo salitre y olor a verano.

Mi abuelo nos enseñó la afición a la casera y los frutos secos- los quicos y las almendras con sal, y a hacer formulaciones químicas. Nos enseñó el olor del perfume, como buen hijo de químicos.

Mi abuelo tiene los ojos minúsculos y la calva llena de manchas marrones de quemaduras del sol. A veces tropieza y se cae, así que tiene casi siempre heridas y cicatrices. Es bajito y está delgado, y en nuestros veranos lleva sandalias de señor, un concepto que normalizamos de pequeñas pero que me sigue pareciendo una utopía que los hombres lleven los pies con sandalias con esa dignidad.

Los veranos siempre estábamos morenos y comíamos paella los domingos. Paella que hacía mi abuela siguiendo la receta tradicional de la familia, que antes de la Guerra había vivido en Rojales, al sur de la provincia. Mi abuela cocinaba mucho, desde siempre, aunque lo que mejor sabía hacer era coser. ¿Cómo no iba a saber cocinar una hija de militar y madre de cuatro hijos? Y a mi abuelo le encantaba picar de su ensaladilla rusa, de la tortilla de patatas con cebolla o de los pimientos rellenos con bien de bechamel porque en los noventa se vivía ya sin pasar hambre. 

No recuerdo hasta más adelante de lo que se hablaba en las comida, sólo recuerdo que éramos muchos, alrededor de una mesa de plástico blanca, en una terraza de la que sería la casa de mis abuelos durante 29 veranos. Recuerdo que éramos una familia. Muchos, distintos, pero felices. El abuelo se tomaba el arroz con leche, las natillas, o las torrijas de la abuela y se echaba a dormir. Decía que era sólo una cabezadita, pero nos daba igual, porque cuando se despertara podríamos salir de paseo con los abuelos.

Siempre nos recordaba que hay que estudiar mucho para ser algo y alguien en esta vida. Él, que venía de familia humilde de perfumeros y que se había Licenciado en la Facultad de Químicas para encargarse del negocio familiar y, algún tiempo después, a la devoción de la docencia.  Él que vivía con pocas pesetas en una pensión en Madrid siempre quiso que las generaciones que veníamos tuviéramos de todo. Él que había pasado hambre y una Guerra. Que trabajaba, sin redes, para construir su presente y su propia vida. Él, que se casó con el amor de su adolescencia y que sacó adelante a una familia de cuatro hijos en una provincia pequeña. Que construyó un hogar, una casa que aún permanece. 

Siempre quería lo mejor para nosotros. Que era tan escéptico con las carreras distintas, como la mía. 
Con los años aprendí que, como todos, tenía miedo a lo incierto, a la inseguridad, a la política. Quería que estuviéramos a salvo más que que fuéramos felices. Se aferraba siempre a sus creencias religiosas y a sus viejas costumbres, tanto como a la Colonia Álvarez Gómez que hoy usan mis hijas y que es algo que ha pasado de generación en generación y que siempre nos recordará al abuelo. 

Hoy arrulla el mar y rompen las olas. Y él vuela muy alto entre las nubes.