sábado, 3 de enero de 2015

Amanece el Atlántico

Aún no había amanecido. Las farolas respiraban su último aliento antes de extinguirse con la llegada del sol y de un nuevo día. Frente a él, la desembocadura del Duero traía aire marino frío, turbio y fétido. A su espalda, la pequeña ciudad se alzaba como un muro, con sus calles estrechas y empinadas, llenas de oscuridad y secretos. 
El puerto estaba desierto. Las bocanadas de aire se colaban entre su bufanda y el gorro de lana, entre las gafas de sol y la barba que llevaba sin afeitar desde hacía un par de semanas. 
Una gaviota volaba desde la otra orilla, empujada por el flujo de aire que traía una pequeña lancha. Eran las 5 de la mañana de un gélido 8 de diciembre, y se aproximaba a toda velocidad, con deseos de encallarse contra la orilla, una lancha a motor, que llegaba desde ningún lugar del infinito. 
La luz de una farola reverberó a sus espaldas hasta extinguirse definitivamente, con un cortocircuito que reventó el cristal que la sostenía y la protegía del clima atlántico. Oyó pasos, raudos, acercarse desde una de las laberínticas calles que llevaban a aquel lugar, de día ajetreado y turístico, de noche agonizante y misterioso.  
No se movió. 
El viento provocado por la llegada del barco se estrellaba contra él. Un aire frío y maloliente, un olor a cloacas y mar revuelto, a peces muertos que llegaban arrastrados por la corriente. Las nubes se movían en aquel incómodo amanecer en el Atlántico, revelando un cielo gris, desgarrado por fuertes rayos de naranja fuego. 
No se movió. Le salpicaron las primeras gotas de agua salada. Los marineros amarraron la lancha con un fuerte tirón. La cuerda, gruesa y mojada, rechinaba contra el metal oxidado que la mantendría unida a tierra.