Cuando introdujo la llave en la cerradura ya sabía que Ámbar no estaría en casa. Sin embargo, siempre que llegaba al apartamento vacío después de un viaje esperaba que ella hubiera regresado antes que él para sorprenderle, para abrirle la puerta y decirle 'bienvenido de vuelta, amor' y darle un beso fuerte de película que le hiciera perder la noción de lo tarde que era, del retraso de su vuelo, de los días fuera de casa en habitaciones de hotel ajenas.
Y sin embargo Ámbar no estaba, y sólo podía escuchar el silencio, a veces roto por los pequeños pasos de Ratatouille, su hámster, sobre el manto de hierbajos. La casa olía a cerrado, y la oscuridad de la entrada de la madrugada, apenas alterada por las farolas de la calle, que apenas alumbraban la penumbra.
Arrastró su maleta hasta la habitación, y se dirigió a la cocina. No había imanes con notas de nada en la nevera. Ni el "hemos quedado para firmar la escritura" ni un "he reservado para cenar en el Di Donatello". Ratatouille corría enérgicamente por el circuito que le regalaron para Reyes, un circuito de tres pisos con toboganes, en el que pasaba las horas cuando ni Ámbar ni Carlos estaban en casa.
Carlos abrió la nevera y pudo ver que aún quedaban paquetes meticulosamente envasados en papel blanco de la charcutería, sabanitas de queso, una botella de Lambrusco que Ámbar dejó abierta tras la primera copa. Cerró la nevera y volvió a la habitación. Arrastró la maleta a la cocina. Sacó la ropa directamente a la lavadora y la enchufó. La espuma se movía entre sus camisas de seda, y se sentó allí, en una de las sillas de la cocina, mientras la lavadora rezumbaba.
Ámbar casi nunca estaba en casa, al menos casi nunca estaba con él. Cuando no trabajaba hacía planes de ir a tomarse vinos con antiguas amigas de la universidad a las que siempre hacía mucho tiempo que no había visto, y al final acababa llegando a casa muy tarde, cuando él ya se había acostado, y se quitaba la ropa y se metía entre las sábanas con él, abrazándose muy fuerte. A veces él se excitaba y se giraba, la cogía por las caderas y embestía su último esfuerzo del día en hacerla feliz durante media hora. Otras veces ignoraba esa excitación, y simplemente la abrazaba entre sus brazos y le acariciaba el pelo hasta que se dormía, como una niña pequeña.