lunes, 26 de octubre de 2015

Octubre

A veces, el tiempo pasa tan rápido que apenas nos da tiempo de maldecir la llegada del invierno. Las hojas del calendario bailan mientras avanzamos a un nuevo día, un día que se mueve rápido, de nuevo hacia cualquier lugar de ninguna parte.
Y pronto llegan los jerseys color vino y los paraguas, las mantas cubriendo pies fríos en el sofá, la oscuridad de las cinco de la tarde, las primeras lluvias de otoño. Y pronto llega el invierno, y de nuevo la primavera, y de nuevo el verano, y vuelve el otoño de nuevo.
No había advertido el paso de octubre. De octubre a ninguna parte. El olor a humedad y el crujir de las hojas caídas. La llegada de los primeros días fríos. 
Muchas veces me planteo la existencia de un no- tiempo. Un lugar donde no habitan los recuerdos porque vivimos un momento presente. Un momento presente en el que giran las estaciones pero no avanza el tiempo. Un momento que dura la eternidad, en el que nuestro ser se detiene en un letargo, en silencio, en el que llega de nuevo la noche y el día, tan diferentes y parecidos como el anterior. Otro amanecer. Otra caída de la noche en plena tarde. Otra mañana de lluvia en otro atasco. Y sin embargo, cada vez que volvemos, la casilla se resetea en el 'Start', como si cada día retrocediera a la casilla de salida. 
De la luz a la oscuridad, y saber que siempre, en algún lugar en alguna parte del mundo, brilla con fuerza el sol. 



jueves, 15 de octubre de 2015

Mochilas y hojas amarillas

Hace años que ya no llega la vuelta al cole. Caen de las hojas de los árboles, y el amarillo y marrón impregnan los escasos paisajes de parque en la ciudad. Empieza a llegar el frío. Ligeras corrientes de aire más fresco, chaquetas y cazadoras, mantas sobre los pies frente al televisor.
Los días empiezan a acortar. Y la noche se cierne sobre la ciudad como un fantasma, cada vez acechándonos más, de más cerca. Cada vez menos luz, más frío. Cada vez más lejos del solsticio, y más cerca. 
Cuando ya ha pasado septiembre, de nuevo llegan los gritos y voces que reverberan en las paredes, a la salida del colegio, con la mochila amarilla y el sándwich de nocilla en la mano. Un batido de frutas. Otra excursión al parque. Ahora clases de ballet. Ahora tocaré la trompeta. Ahora seré jugadora de hockey hierba. Ahora no quiero nada. 
Hace años que no llegan todas esas decisiones inocentes. Los octubres extraescolares. La vida después del cole. Los deberes. Los estiramientos. Los chándal para no coger frío tras sudar. 
Los niños ya no juegan fuera. O al menos no lo hacen como antes. No patean las hojas secas para abrirse paso. Ya no saben cuál es el olor del césped, ni cuándo se empieza a calentar la leche por las mañanas. 
Ahora sólo ven esa pequeña pantalla. La luz artificial que nunca se apaga. Sus dedos ágiles que se deslizan arriba y abajo. Ya no recuerdan si anochece o aún le queda. Ya no recuerdan el olor a hojas caídas, a hierba que se seca, a nostalgia del otoño. 


domingo, 4 de octubre de 2015

El bar Vicent

Nadie le esperaba ya en los bares. Pertenecía a un limbo desubicado en el que sus amigos ya habían dejado las discotecas, se habían casado, e incluso algunos, tenían hijos. Era ese limbo de los treinta, en el que ya poco y pocos quedaban de los de siempre.
Con esa sensación de desasosiego se dirigió al Vicent. Olía a tabaco desde aquellas primeras horas de la mañana. A tabaco y a café. A tabaco y a churros. Las mesas metálicas de la terraza estaban llenas. Un toldo de rayas blancas y azules protegía de los primeros rayos de sol.
Accedió a la barra. Teresa le atendió con la misma desgana de siempre.
-          Hola Fran. ¿Lo de siempre?
-          Si, Teresa. Dos raciones de churros para llevar. El azúcar en sobres aparte. Gracias.
Fran apartó la mirada de los inquisitivos ojos verde esmeralda de la mujer, enmarcados en una montura metálica que los amplificaba. Tenía el pelo lacio, rubio y canoso, que parecía deshacerse al apenas llegar a los hombros para recogerse en una pequeña coleta baja. Siempre mascaba chicle. Decía que mascaba chicle para que se le quitaran las ganas de comer, todo el día allí en el bar. En la comisura de sus labios se formaban algunas arrugas. Era brusca. Era brusca incluso cuando quería ser amable. Su amarga existencia era ya una costumbre en el bar Vicent. Su aliento a tabaco. Tabaco y café y tabaco y churros.

Fran recogió la bolsa de papel de churros y se dirigió al coche. Sobre las mesas de la terraza, las portadas de los diarios locales abrían con la foto del cuerpo sin vida de Alina en la playa. Su noticia.