La
anciana se quedó frente al cristal. Lo miró de nuevo, y quizás por
última vez.
-
Al final me has traído hasta aquí. ¡Y qué señalada fecha,
querido, para demostrarme una vez más, lo que me amas!
Se
quitó el anillo de plata y lo manoseó entre los dedos. Tenía las
manos arrugadas, los dedos temblorosos. Lo devolvió a su dedo
anular.
-
Enrique, qué bonitos detalles me dejas. Y qué inmensos recuerdos.
Tú que siempre me pedías que me quedara a tu lado. Aquí estoy.
Ni
siquiera nos separaron los disparos de la guerra, los sudores del
parto, la democracia.
Ni
siquiera irrumpieron la lluvia, el desorden del ático, el polvo de
tus zapatos, los medicamentos en la encimera de la cocina.
Ni
siquiera el frío que se colaba en nuestra cama, la muerte de
Alfonsito…
Hizo
una pausa. Sus hijos la rodeaban, pero se mantenían al margen, en la
distancia. Derramó la primera lágrima, pero su expresión se
mantenía ilusionada.
Te
amo.