Estaba anocheciendo en algún lugar de la carretera que unía Salamanca con Traguntía. El viaje no había sido corto, y la lluvia había atormentado los cristales del coche el alguna ocasión, más veces de las esperadas.
El desvío lo perdimos. O quizás nunca lo vimos. Pero entramos, con la noche, por un camino rural. Entre silenciosos campos de trigo.
Cayó y calló la noche, y el silencio impregnaba la tierra ya otoñal de un mes de octubre que adelantaba la llegada del invierno. Las luces del coche alumbraban el sendero, entre campos vacíos, y una cobertura débil que amenazaba con abandonarnos a la intemperie y a la buena suerte de nuestra intuición, nuestra orientación, y el buen hacer de nuestros sentidos.
El campo se extendía en silencio a nuestro alrededor. Un camino de tierra. La oscuridad se cernía a nuestro paso, nos dejaba atravesarla para luego cerrarse de nuevo. Habíamos ido en círculos. Cedió la valla. Y en algún momento el destino dejó de ser el destino, y estábamos allí. Las luces largas nos recordaron que aquel allí era entre vacas. Nos miraban a través del coche. Nos miraban molestas, porque el coche se había entrometido y las había despertado. En aquel no lugar de ninguna parte, camino a la Posada Cuartón de Inés Luna.
Y me sentí segura. Porque quizás nos atacaría una manada de zombis hambrientos.
Porque ante la oscuridad, algo en el coche brillaba muy fuerte.
Porque sentí el calor, cuando el resto del mundo se había congelado.
Coleccionistas de recuerdos, constructores de experiencias