sábado, 27 de junio de 2015

Ecos de una vampírica España

La planta estaba completamente vacía. Eran las 8am y los guardias de seguridad del edificio habían accedido a acompañarles y abrirles el portón para la mañana. La sala era amplia, una planta diáfana rodeada de ventanales altos y cierto olor a la humedad de una bonanza económica venida abajo. Eso también lo narraba en silencio el suelo, una moqueta desgarrada que dejaba entrever el suelo de parquet de madera de cerezo levantado en algunas zonas. A su alrededor, sólo el silencio, y el ocasional paso de los coches por la carretera.
La planta había tenido muchos usos antes. Era el local de celebraciones con canapés y Moët Chandon en tiempos de bullicio económico y social. Los camareros uniformados de clásico blanco y negro y pajarita deslizaban bandejas entre trajes de chaqueta y vestidos de cóctel. Alguien derramaba su copa de vino tinto a la alfombra entre risas. Los tacones pisoteaban el suelo sin piedad. Las conversaciones combinaban lo profundo con los viajes de placer a algún lugar de Tailandia. Las mujeres ostentaban sus pochettes de Marc Jacobs en sus delicadas manos ornamentadas con oro blanco y en acabado de uñas tono violín. Los hombres se atusaban el pelo y se nervaban con el precio de las acciones. El queso se servía en fuentes con salsa de trufa. Coulant de chocolate con perlas de oro. Silencio.
Era otra época, y aquella pequeña colonia empresarial había perdido su esplendor de otra era. Un inmigrante rumano tocaba el acordeón a la entrada del edificio. Era el símbolo de la economía venida abajo. 
- Imagínate la historia y entenderás que el lugar es perfecto. La luz se cuela entre las penumbras. Aquí hubo vampiros, aquellos que devoraron la sangre de sus allegados para alargar su pervivencia. Y hubo zombies, en lo que se convirtieron todos aquellos que sufrieron el ataque. 

Su voz rezumbaba en el espacio diáfano. Prosiguió.
- Es una única localización, por lo que ahorraremos costes de rodaje. Y la ambientación y la historia son perfectas. Un semibosque rodea el edificio y guarda los ecos de esas fiestas Gatsbianas, de esplendor y derroche de las clases adineradas españolas. Las de los yates en Puerto Banús y los billetes en Suiza. Las que cayeron y tuvieron que sacrificar a sus trabajadores para mantener sus empresas deficitarias a flote. 
Fue un local de fiestas. De celebraciones a lo grande. Ha sido un lugar de derrotas. De sueños estampados contra la pared de la justicia. Y sin embargo sonaba un violín... El leit motiv lejano de todos aquellos gloriosos derroches. El pianista que toca hasta que se hunde el banco. Un olor a humedad y parquet levantado.  

sábado, 20 de junio de 2015

Playa del Sardinero, Santander



Hay un lugar donde ya no se puede llegar más lejos. Donde las olas de intenso azul Atlántico chocan con violencia contra el artificio humano de hormigón que frena su asalto. A veces sube la marea con fuerza, intensa, contra las rocas y el malecón. Otras veces llegan olas mansas, azotadas por una brisa salada que recuerda que no se puede pasar más allá.
A veces el mar nos frena los pasos. La costa escarpada se eleva abriendo cabos en la costa, negándonos el paso. El mar se enfada y el viento huracanado nos recuerda que somos nosotros, contra los elementos. Las olas se enfurecen y nos retan: "cabálgame si puedes, osado". El viento nos reta a volar cometas. La arena se desplaza y se posa en nuestra piel.  
Hay un lugar en donde el azul se vuelve intenso. Donde los paisajes se cubren de un extraño tono grisáceo, donde las nubes aguardan la debilidad de un suspiro para descargar con fuerza mientras avanzan mar adentro.
Hay un lugar donde el tiempo se detiene. Aquí. 

lunes, 8 de junio de 2015

Píldoras para olvidar

Habían salido al patio. El sofocante calor del verano se apaciguaba con el silencio y la entrada de la noche. Alrededor todo era un inmenso campo en silencio, rodeado de la oscuridad y unas escasas farolas que acompañaban el desacompasado baile del viento fresco.
Antonia se solía sentar en la mecedora y balancearse, hasta lograr conciliar el sueño. Su nieta Lara se sentaba en un cojín, en el suelo del porche, a escuchar las historias de la Guerra.
A veces Antonia lloraba, por todos los que murieron, por la Memoria Histórica, por su padre, militar africanista. Otras se ponía muy contenta al recordar pequeñas cosas como el café de cafetera, su primer viaje en coche a Madrid y la puerta del Sol, las tiendas de telas de la calle Atocha, el chocolate con churros. 
Ulises a veces se despertaba y se unía a ellas, aunque Lara siempre le decía que aún era muy pequeño para las historias de la abuela Antonia, y entonces lo abrazaba muy fuerte, y ambos se volvían a la habitación en silencio.
Otras veces sólo estaban Lara y Antonia, y entonces Antonia le contaba a su nieta cosas más íntimas, como las noches que dejaba la finca para ir al señorío y la muerte de Alfonsito, el señorito que había sido el amor de su vida. Alfonsito, con los rasgos de un galán, con su torso fuerte y barba negra que estudiaba Derecho en la Universidad Complutense de Madrid, y cómo Antonia le acompañaba en su estudio en su biblioteca privada. Él le susurraba al oído las leyes, como si fueran el objeto de una intimidad entre ambos, y ella mientras cosía con las telas que le había traído de Madrid. 
A veces Antonia se quedaba en silencio, contemplando el manto de estrellas en el cielo, y Lara la oía respirar intranquila.
-¿Qué te pasa, abuela?
- ¡Ay hija! Que una a veces querría no tener tantos recuerdos aquí en el pecho- y se acercaba las manos llenas de manchas por el sol a la boca y besaba su anillo- Tantos recuerdos que duelen...
- Abuela, pero son recuerdos felices.
- Lo son, pequeña Lara, pero hay algún momento en el que a los viejos deberían darnos la única pastilla que no nos dan: la del olvido. Esa pastilla que borrara todo el dolor del pasado, todo el llanto y toda la tristeza, y nos dejara seguir adelante. Que sólo nos dejara los recuerdos buenos, que nos dejara dormir por la noche sin esta pesadumbre, sin el cielo que se nos viene encima.

Lara entonces agarraba con fuerza la mano de la anciana, y podía ver cómo se resbalaban lágrimas en sus mejillas. 

-A veces lo pienso, hija, que por qué nunca inventarán píldoras para olvidar. 
 

viernes, 5 de junio de 2015

Enlace roto

Había vuelto a desaparecer. Aunque a eso Luis ya se había acostumbrado. A veces Paula se saturaba de las largas conversaciones nocturnas, de los horarios compartidos con su mujer, de las mentiras a medias. Y entonces desaparecía, en silencio, como sin querer dejar el rastro de una existencia demasiado banal o demasiado frágil. 
Entonces Luis volvía a hacer su vida cotidiana con Helena. Apuntaba cuando debía ir a recogerla al aeropuerto con un ramo de camelias, las fechas de sus conferencias, los sitios donde estaría firmando libros por la ciudad para acercarse a sorprenderla, las cafeterías que servían tortitas con sirope de dulce de leche. 
Y en todo ese tiempo, le daba el espacio necesario a Paula para dar toda la vuelta, salir de la sombra,  desenfadarse con él y maldecirse a sí misma, y volver a escribirle. 
A veces tardaba más semanas. A veces le escribía embriagada por el alcohol. A veces era de noche, y otras de madrugada, pero Paula siempre volvía. Si no, él procuraba el encuentro casual en la cafetería donde solía sentarse a trabajar, la invitaría a una cupcake rebosante de merengue, de tarta de zanahoria y con una figurita de conejo de azúcar en la cúspide y un café con hielo. Se sentaría y charlarían, y pronto todo volvería a estar como antes.
Pero esta vez Paula no volvió. 
El vuelo de Helena salía dirección a las Américas, y no regresaría hasta después de un par de semanas. Conferencias, asesorías y nuevas capitales latinas del emprendimiento y la innovación. Luis volvió a casa y marcó el número de Paula. Se arrepintió enseguida y miró su última conexión a WhatsApp: hacía diez minutos. 
Agarró su cazadora beige y bajó a la calle. Apresurado, sorteó el tráfico en las pequeñas calles de Malasaña para llegar a la cafetería de siempre, donde JuanMi y Julia le dieron los buenos días con una sonrisa. Cuando les preguntó por Paula, le dijeron que hoy ya se había tomado el café,  para llevar y que ya se había marchado, pero no supieron decirle a dónde. 
Luis salió del bar en una mezcla entre inquietud y desasosiego. ¿Y si no la volvía a encontrar? ¿Y si desaparecía para siempre? ¿Y si le había pasado algo?
¿Y si estaba con otro?



lunes, 1 de junio de 2015

Cuando la vida se funde a negro

- ¿Alguna vez has sentido como la vida, por un momento, se funde a negro? Como en esos finales de las películas clásicas, que de repente hay un corte final, un fundido a negro, un silencio, y luego suena la música y llegan los créditos.

A mi, a veces, la vida se me funde a negro, sin avisar, y parece como si fuera el final de otra película, o de la misma, que se entrecorta. 
A veces se funde a negro y escucho voces inconexas de personas, que se mueven a mi alrededor, que piden auxilio, un vaso de agua, un teléfono, o simplemente auxilio. 
Otras veces sólo son ecos de un dolor demasiado latente, un taladro en la sien, que no cesa, que no se cansa, todos esos sonidos inconexos de la calle, el silbido del pescadero, el murmullo de los bares, el olor a café y zumo de naranja por las mañanas. 
Es una sensación extraña, porque estás y no estás. Porque tu cuerpo pesa, por la gravedad, contra el suelo, y a la vez, tu espíritu y tu mente están volando hacia otra parte, hacia un lugar diferente. Sí, sientes volar, como si parte de ti hubiera perdido la noción del peso y ascendiera sin rumbo, flotando como un globo de helio hacia el cielo azul.
A veces la vida se funde a negro y no sé cuándo y cómo voy a despertar, a volver. Y hace tiempo que aprendí a vivir en ese estado. A disfrutar cada instante de los que puedo volar.