miércoles, 30 de diciembre de 2020

Balcones

Otro aplauso en los balcones. Otra noche, o cada vez más día, se asomaba y ella le sonreía, en silencio, entre los aplausos de todos los otros balcones al atardecer. 

Desde hacía dos años, cuando se mudó al barrio de Lavapiés, la observaba en silencio. 
La luz de neón que se desprendía del ventanal siempre le anunciaba a Isaac que ella ya había llegado. Era una luz tenue, pero su color, anaranjado, era tan intenso que resplandecía proyectándose hacia el otro lado de la calle, hasta el 5ºD donde vivía Isaac.
Seguramente había sido una compra de última hora en Ikea. Podía situarla a ella en los pasillos finales, atravesando la zona de decoración innecesaria, y viendo la lamparita encendida. La habría cogido, descuidada, y finalmente habría decidido llevársela, junto con otros dos cojines en tonos sáhara para acompañar el ambiente.

En tiempos de pre-pandemia ya controlaba sus horarios. La hora en la que se lavaba su larga melena rubia. Los días en los que estaría el día entero en la casa, con un moño que se desharía inquieto con cada movimiento de su cuello, leyendo o bailando al son del jazz. Conocía la hora a la que volvía del trabajo y cómo colgaba su abrigo, chaqueta, cazadora Levi's vaquera o caftán en el perchero de la entrada. Sabía que a las 20h salía a correr y luego trataba, torpemente de seguir alguna clase virtual de Yoga o Pilates con una profesora que sí sabía del asunto. Sabía la hora a la que empezaba a preparar la cena y cómo picoteaba algo mientras lo hacía. 
Eran vecinos y, obviamente, se la había cruzado. En alguna que otra ocasión, en el supermercado. En aquel lugar donde los pasillos se confunden con pasarelas de lo grotesco. El foie y las rebanadas del sándwich. Los cartones de leche. Se la había cruzado y jamás se cruzaron sus miradas. Y tenía ganas de gritarle "eh, que soy yo, el que te mira desde el piso de enfrente". O quizás algo más sutil, más romántico, más definitivo. 

Entre tanto, la observaba. Hasta que llegó un día en el que salieron a aplaudir a los balcones. ¿Cómo no? Si médicos, enfermeras, celadores, y resto de personal del hospital trabajaban a destajo tratando de frenar la pandemia del Siglo XXI. 
Salió a aplaudir y ella también, descalza. Por primera vez se cruzaron sus miradas. Ella le sonrió. 

- Hola
-Hola, vecino
Los aplausos prosiguieron, como acordes de fondo. 







martes, 10 de noviembre de 2020

La despedida que no fue


Ayer nos dejaba Teo, mi jefe desde que entré en Ferrovial Construcción en 2016 hasta la pasada primavera, cuando hubo un cambio organizativo y cambió de Dirección (y yo de jefe). Hoy quería recuperar su última despedida. Porque me parece que es la mejor del mejor. Descansa en paz, jefe. 

 Hola Irene,

 Te confieso que te has adelantado porque tenía pensado escribirte este mail de “hasta pronto” pero con calma, en este puente largo, sin trabajo de por medio…

 Aún me acuerdo la primera vez que te ví cuando hicimos las entrevistas para sustituir a Gemma: entusiasta y segura de ti misma. Eso fue lo que pensé. Lo que me transmitiste… y quizás hasta me dio un poco de miedo o vértigo – en el buen sentido: volver a empezar!! 

Es cierto que hemos construido muchas cosas juntos y el trabajo queda ahí pero, por mi parte, sí creo que debo dar un paso atrás y dejar a nueva gente crear cosas que, sin duda, con tu ayuda, será fácil.  Uno de mis poemas favoritos es de León Felipe “Romero sólo en la vida” y dice algo así como

 

Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo,
pasar por todo una vez, una vez sólo y ligero,
ligero, siempre ligero

 Y así trato de pasar. Sin demasiado ruido y como si siempre fuera la primera vez que hago algo.

 Para mí han sido 5 años ya de INNOVATE, de publicación, de web y… como te decía, hay que dar paso a sangre fresca, con nuevas ideas y con entusiasmo para seguir comenzando cada nuevo día.  Te aseguro que lo echaré de menos porque tiene una parte creativa que ¡me encanta! y, las reuniones del “comité de redacción” en las que, al final, siempre conseguimos “echar unas risas” y hacer del trabajo ( con todo el esfuerzo que lleva detrás para quienes lo hacéis realidad) un rato agradable. 

La historia y los hechos quedan ahí, cada una de las entrevistas, las reuniones, los mails, las redacciones, las fotos…los vídeos y las ideas para los premios INNOVATE.  En definitiva, ha merecido la pena y mucho.

 Te doy las gracias de corazón por haberlo hecho fácil. Por la discreción y el mínimo ruido para sacar cada número, entrevistar cada persona ( cuyo corazoncito te has ido también ganando y a las pruebas me remito: ya tienes tu círculo innovador de confianza) y por dármelo todo “masticadito” para que sólo tuviera que poner un pequeño “tick in the box”.  Supongo que esto es lo que llaman complicidad. 

No es una despedida porque seguimos trabajando al ladito ( ahora en la distancia) y porque me tienes para lo que necesites, personal y profesionalmente. Eso sí, no te perdonaré el que no me vayas actualizando cómo crecen tus criaturitas y sus aventuras del día a día. . Las he visto nacer y espero verlas llegar muy alto. 

Sinceramente, gracias por todo!!!... y perdón por todo lo que haya dejado de hacer o no haya hecho bien: estoy seguro de que hay mucho que puede hacer mejor. 

Un beso.



viernes, 9 de octubre de 2020

De aviones y aeropuertos (I)

Aeropuerto de Atenas
Todo viaje que empieza en un aeropuerto incluye la adrenalina del vuelo, el trajín del tránsito, las maletas deslizando sus ruedas como pequeñas skaters por pasillos de mármol infinitos por las cintas transportadoras. Hay gente con prisa, siempre, que parece alterarse con tu presencia.
Hay gente que observa y gente que sueña.
Luces. Tiendas de souvenirs prefabricados, preconcebidos sin amor, para los que se olvidaron de que lo importante del viaje, es volver, y a quién se vuelve.
Huele a café y bollos.
El oído es incapaz de aislar el ajetreo del control policial.
Y después, el silencio de la espera frente a una puerta de embarque de números aleatorios.
El no tránsito. Detenerse a observar la inmensidad de las cristaleras y los reflejos que se pintan sobre ella. Los asientos blancos, los cojines duros. El suelo blanco. El silencio que apenas se rompe con un tecleo en un ordenador portátil. La noche cae sobre el cristal, como un fantasma, la oscuridad.

Y de repente una botella se cae. El suelo se moja. Y empieza, de nuevo, la intensidad de la tarde. Esperando el embarque.








martes, 11 de agosto de 2020

Una puerta al cielo

Nostalgia. No sé cuantas veces habré subido en aquel ascensor a la casa de mis abuelos en Alicante. El edificio Torre Vistamar es un bloque de ladrillo ocre que se erigió en los años sesenta, característico por su celosía, el elemento más representativo del edificio, miles de piezas en forma de hélices de tres puntas que crean un entramado que protege la fachada que no da al mar.  

'El Barco' se enfrenta al mar, con casi 30 plantas, y no hay en la costa de Alicante otra torre de similar especulación urbanística y turística que se le pueda comparar. 

Al entrar al portal, la cristalera principal te asoma directo directo al mar, es un viaje a un horizonte infinito, al azul celeste del cielo. El suelo, de mármol blanco calcatta, da continuidad a la luminosidad y claridad que entra a través de las cristaleras.

Cuando era niña los ascensores estaban viejos. Los botones cuadrados siempre conservaban restos de arena en sus bordes. La luz era tenue. Pero enseguida llegábamos al segundo, a casa de los abuelos, y había corriente, un aire cálido que traía consigo olor a paella.

Había que llegar, como tarde, a las 2. Las 2 era la hora de comer en la generación de la Guerra. Antes se tomaba un tinto de verano, una clara y, los niños, una Fanta de Naranja o La Casera. La Casera era típico de los 90. Sus burbujas explotando contra el paladar y su sabor ligeramente azucarado. 

Cuando entrábamos, siempre estaba mi abuelo sentado frente al mar, leyendo algún periódico, picando frutos secos y mirando el horizonte apoyado en las barandillas de sabor náutico. En cambio, mi abuela estaba siempre trajinando en la cocina. Terminando de freír croquetas o calamares, dándole la vuelta a una tortilla de patatas. A mí me gustaba quedarme allí con ella y ver cómo lo hacía, cómo sus dedos regordetes dejaban caer las bolitas al aceite hirviendo, mientras ella contaba cómo lo hacía, con mimo. No paraba de hacer cosas. 

Sobre la mesa de la terraza había un mantel de plástico, y rodeaban ocho o diez sillas, dispuestas para la comida familiar. Poco a poco, la abuela traía la ensaladilla rusa y la tortilla, croquetas del tamaño del puño cerrado, con bechamel y jamón, con huevo duro, y calamares. 

De fondo estaba el mar. El mar intenso e infinito. El mar como espejo de calma y tempestad. Un mar de verano manso, los barcos surcando olas, soñando horizontes. 

Hoy el ascensor de acceso está completamente renovado, con una luz cenital de LED que rinde buen homenaje a la entrada desde el portal. Los aires están renovados, pero la memoria vuela a lugares pasados. 

Al entrar, un espejo. Adriana, mi hija mayor, tendrá hoy la edad que tenía yo cuando impacté mi primer recuerdo contra la memoria de aquella casa: 3 años. Se abren las puertas y llega, como siempre, la corriente de aire cálido que se cuela entre la celosía. Todo es como siempre, salvo que nada es como era antes. La puerta se encalla al tratar de abrirla. La cerradura oxidada. El ventanal abierto. El abuelo no está. La abuela no sabe dónde está.



viernes, 3 de julio de 2020

29 veranos


Cuando acababa el curso escolar, siempre habían llegado mis abuelos ya a Alicante. Su piso daba al mar de frente, era un enorme ventanal con terraza que desembocaba en la playa de la Albufereta y las corrientes, entre la puerta de entrada y la terraza, traían consigo salitre y olor a verano.

Mi abuelo nos enseñó la afición a la casera y los frutos secos- los quicos y las almendras con sal, y a hacer formulaciones químicas. Nos enseñó el olor del perfume, como buen hijo de químicos.

Mi abuelo tiene los ojos minúsculos y la calva llena de manchas marrones de quemaduras del sol. A veces tropieza y se cae, así que tiene casi siempre heridas y cicatrices. Es bajito y está delgado, y en nuestros veranos lleva sandalias de señor, un concepto que normalizamos de pequeñas pero que me sigue pareciendo una utopía que los hombres lleven los pies con sandalias con esa dignidad.

Los veranos siempre estábamos morenos y comíamos paella los domingos. Paella que hacía mi abuela siguiendo la receta tradicional de la familia, que antes de la Guerra había vivido en Rojales, al sur de la provincia. Mi abuela cocinaba mucho, desde siempre, aunque lo que mejor sabía hacer era coser. ¿Cómo no iba a saber cocinar una hija de militar y madre de cuatro hijos? Y a mi abuelo le encantaba picar de su ensaladilla rusa, de la tortilla de patatas con cebolla o de los pimientos rellenos con bien de bechamel porque en los noventa se vivía ya sin pasar hambre. 

No recuerdo hasta más adelante de lo que se hablaba en las comida, sólo recuerdo que éramos muchos, alrededor de una mesa de plástico blanca, en una terraza de la que sería la casa de mis abuelos durante 29 veranos. Recuerdo que éramos una familia. Muchos, distintos, pero felices. El abuelo se tomaba el arroz con leche, las natillas, o las torrijas de la abuela y se echaba a dormir. Decía que era sólo una cabezadita, pero nos daba igual, porque cuando se despertara podríamos salir de paseo con los abuelos.

Siempre nos recordaba que hay que estudiar mucho para ser algo y alguien en esta vida. Él, que venía de familia humilde de perfumeros y que se había Licenciado en la Facultad de Químicas para encargarse del negocio familiar y, algún tiempo después, a la devoción de la docencia.  Él que vivía con pocas pesetas en una pensión en Madrid siempre quiso que las generaciones que veníamos tuviéramos de todo. Él que había pasado hambre y una Guerra. Que trabajaba, sin redes, para construir su presente y su propia vida. Él, que se casó con el amor de su adolescencia y que sacó adelante a una familia de cuatro hijos en una provincia pequeña. Que construyó un hogar, una casa que aún permanece. 

Siempre quería lo mejor para nosotros. Que era tan escéptico con las carreras distintas, como la mía. 
Con los años aprendí que, como todos, tenía miedo a lo incierto, a la inseguridad, a la política. Quería que estuviéramos a salvo más que que fuéramos felices. Se aferraba siempre a sus creencias religiosas y a sus viejas costumbres, tanto como a la Colonia Álvarez Gómez que hoy usan mis hijas y que es algo que ha pasado de generación en generación y que siempre nos recordará al abuelo. 

Hoy arrulla el mar y rompen las olas. Y él vuela muy alto entre las nubes.

viernes, 19 de junio de 2020

Londres: buscadoras incansables de sueños


Algo vibraba en Londres. Algo vibra para las que no pertenecemos a ningún lugar. Londres es rojo y gris, es un día lluvioso, el cielo cubierto, la humedad del Támesis. Londres es luz y oscuridad. Me sigue fascinando la reconstrucción del South Bank tras los incendios, el Teatro de Shakespeare, la Tate Modern, el puente del Milenio, Saint Paul. Cada piedra que encapsula silencio e historia, los días en los que sólo había luz de velas. Y en cambio  el presente Londres rezuma vanguardia y brilla en multicolor, con luces de neón de colores y una luna llena de serenidad.

Recuerdo el verde de aquella primavera. El olor a hierba infinita de Hyde Park y sus animales, porque en aquella naturaleza urbana, ellos estaban en su lugar, y los humanos de paso, para perdernos en los inmensos jardines, entre las aguas. Qué sorpresa lo pequeño que era Peter Pan (la estatua) en realidad, y lo grande que se colaba en nuestros sueños de niñas. 

Recuerdo el alboroto de Camden, el metro subterráneo para llegar allí, las por entonces grunge Doctor Martens, el olor mezclado de comida, las tiendas de antigüedades, los patios escondidos en el centro del mercado, oír conversaciones en español un sábado cualquiera. 

Piccadilly Circus era el centro de todo, el tránsito incesante de gentes, el origen desde donde pasear y hablar de nuevos comienzos, de principios y de finales, del paso de la adolescencia tardía a la joven edad adulta. Felices 20 teníamos y muchas ganas de comernos el mundo. 

Creo que Londres es una ciudad en la que podemos ser. Tú y yo, que no somos del lugar donde nacimos. Que somos de mar  y playa pero que no tenemos nuestro sitio en el Mediterráneo. Que somos de cualquier lugar y de ninguno.
En Londres puedes pasar ser y estar desapercibida. Puedes ser una librería de segunda mano o una carrot cake. Puedes sumergirte en un cuadro clásico u abstracto, observar sin sentirte observada, sumergirte en la música de los cascos mientras pasan los vagones llenos de un metro o ser parte del baile de un músico callejera que entona a Amy. 
Londres te acoge en sus moquetas horteras y su comida a deshoras, extraña y pesada. 

No somos nómadas, somos buscadoras incansables de sueños…


domingo, 5 de abril de 2020

Diario de Pandemia (COVID-19): I


21.
Entra un rayo de sol
Un balazo directo
Al hipotálamo.
Un chute
de energía
Con el que vibran los colores de la alfombra.

Huelen a curry sus manos, gorditas
En una expedición por las especias de la cocina trajo eso.
Huelen a café las mías,
Porque los días,
empiezan a alargarse demasiado.


7.
¡El unicornio sabe volar, mamá! Míralo, lo tiro, y vuela.
Es un breve instante de tiempo, entre sus manos y las mías.
Pero es esa complicidad que sólo un bebé de 1 año sabe transmitirte.
Yo lo tiro, y vuela a ti. Lo entiendes. Tú lo tiras de vuelta hacia mi, y me sonríes.
El unicornio sabe volar.


9.
Hoy he vuelto a llorar. Ya no me caben tanto sentimientos: angustia, claustrofobia, estrés y no llegar, no parar, incertidumbre. Así que los he roto fuerte. Los he exprimido en un cóctel de lágrimas. Y es una copa con la que brindo por mañana.


25.
- Mamá, ¿somos gente triste?
-No, cielo, ¿por qué?
- Porque no tenemos rosquillas.


1.
Retumban las palabras del televisor. Suena a miedo, a incertidumbre, a barco naufragando, a miedo, a impotencia, a qué haré yo, a cuándo cómo dónde y por qué.
Una imagen desde Urgencias.
Un relato de desesperanza.

2.
Sólo hay un lugar: mi hogar son ellos.


20.
Es de noche. Otra mañana más. Un día más, uno menos.
Enciendo el ordenador. Enciendo la cafetera. Corto la naranja en dos.
Enciendo la cabeza, apago el corazón.
Enciendo los datos, apago la esperanza.
¿Dónde está el botón para apagar esta pesadilla?



miércoles, 26 de febrero de 2020

¿qué te gustaría tener cuando vayas a morir?


Esa pregunta lleva rondando mi cabeza desde el trágico accidente de avioneta que se llevó a Kobe Bryant, jugador de la NBA, de 42 años.
Reflexiono, y pienso que no tenemos miedo a morir. Realmente no, no es eso, es miedo al dolor. Miedo a irnos de este mundo de una manera agónica: morir asfixiados, ahogados, en un accidente de tráfico mortal desangrados. Al dolor infinito, insoportable, incomparable.
Miedo a cerrar los ojos no. Miedo a dejar este mundo, tampoco. Algún día lo haremos todos al fin y al cabo...
Vaya reflexiones, ¿no?
Mi mente práctica enseguida pensó, vale, si no es miedo a morir sino al dolor, ¿qué puedo hacer para paliar el dolor? ¿qué podría hacer Kobe Bryant, multimillonario, para haber podido morir sin sufrimiento?
Inmediatamente pienso: morfina.

Lo que me gustaría tener cuando vaya a morir es morfina. Inyectarla y cerrar los ojos para emprender el viaje y flotar, hacia donde quiera llevarme el alma, volando libre.

Porque mi cuerpo es sólo un anclaje temporal en el que habito.
Porque cuando llegue mi momento, sólo querría tener un final sin dolor, sin agonía, sin sufrimiento.
Cerrar los ojos y sólo volar. Volar muy lejos a algún lugar de brisa marina y casitas blancas.
Volar y sentir que todas las personas a las que quiero están conmigo, porque soy alma y espíritu, soy emociones, soy etérea.







miércoles, 5 de febrero de 2020

La vida como mejor guión: cenas navideñas infantiles

Eran las 8 de la tarde. Las luces del árbol ya estaban encendidas, y los pastores estaban yendo al portal de Belén, tal y como ella los había colocado. Habían pasado el río azul añil, porque en su casa no era como el río del cole, que era un río hecho de papel de plata. En su casa el río era azul, y con piedrecitas. 
Papá y Mamá ya habían puesto la mesa. Sin el mantel de Mickey Mouse, porque ese era sólo para los cumpleaños. El suyo, y el de Adrián. El mantel era rojo sin dibujos, sobrio, aburrido. 
Era de noche.

Pero el timbre no sonaba
- Mami, ¿puedo comer turrón ya?
- No, cariño. El turrón y el chocolate son de postre. Después de la cena.
- ¿Y cuando es la cena?
-Cuando llegue la tía
- ¿Y cuando llega la tía?
El timbre interrumpió su conversación. 
Mamá guardó la bandeja de navidad en el estante. Los bombones dorados culminaban el lecho de ladrillos de turrón y chocolate. Los polvorones se asentaban sobre el lecho de dulces, envueltos minuciosamente en envases individuales.
Entraba aire frío de la calle. Adrián ya había ido a la puerta a recibir. Adrián y Papá. Pero ella no quería. No quería que le dijeran que se hacía mayor, porque cinco años ya eran demasiado. Arrastró a su muñeca de la pierna y apartó la cara a los besos, quitándose el pelo de la cara con los deditos.
Papá ponía los platos en la mesa. Los langostinos la miraban con sus ojos saltones. Y había verdura. Verdura. Puaj. Mamá decía que hay que comportarse en la mesa y comer y Papá les preparaba la comida en trocitos en sus platos.

- ¿Puedo comer turrón ya?
Las conversaciones seguían ajenas a la dulce demanda de Sonia, que se dejó deslizar frente al televisor. Conversaciones banales, chicas que bailan, purpurina, y sueño.

Decían que 2013 iba a ser un año de cambios, de salida de la crisis, de dinero y capital, de fútbol.
Miró de nuevo a los langostinos. La montaña había disminuido, pero seguían los ojos saltones mirándola, retándola. Se levantó. Al baño. Y a la despensa. Sabía perfectamente dónde guardaban papá y mamá los Conguitos. Nadie sospecharía de una bolsa de Conguitos en Navidad. Porque los Conguitos se pueden comer cualquier día, y además, después de Navidad nadie quiere Conguitos, ni chocolate, ni dulces.
Abrió la bolsa en la oscuridad del pasillo y comió el primero.
Y el segundo.
y el quinto.
Y el vigésimo.
Volvió a la mesa. Su hermano miraba las servilletas distraído, pinchaba huevo hilado y decía alguna frase, probablemente sin sentido para los adultos, pero que fingía prestar mucho interés porque la decía Adrián.
Miró a través de las copas. Las burbujas subían a la superficie, para, ligeramente, desvanecerse, como una pompa que explota.
-¡Ya llegan las uvas! ¡Preparados!
Papá fue a la cocina y trajo los boles. Doce. Unadostrescuatrodoce.
-Yo no quiero uvas, papá- dijo Adrián.
Sonia abrió los ojos muy abiertos.
-¿Lacasitos?
- Lacasitos está bien.
Los Lacasitos eran las uvas para los niños. Total, daba igual la suerte o no suerte. Aún quedaban unos días para abrir regalos.
Los Lacasitos venían en una bolsa de kilo, amarilla, y no olían a chocolate. El estruendo al abrirlos precedía al silencio posterior, sentados en el sofá su hermano y ella, en silencio, comiendo uno a uno los pequeños botones multicolor de chocolate.
Las copas burbujeaban en amarillo- champán- y el reloj de la Puerta del Sol daba las campanadas rotundo, solemne, tranquilo.
Metió su mano otra vez en la bolsa: blanco y morado. Rojo y naranja.
Sus dedos ya apenas atinaban a encontrar botones cuando los vio. Sobre la mesa, papá ya había dispuesto los bombones dorados, y mamá los estaba pelando, con sus uñas siempre cuidadas, con la manicura hecha.
Se acercó a la mesa.
- ¿Brindas, Sonia?
-Brindo
Y cogió un bombón. Su papel dorado era una invitación, un tesoro. Su sabor era explosivo. Mejor incluso que cualquier tableta o que el Kinder huevo. El primer mordisco siempre era glorioso, el relleno, avellana y chocolate con leche, deleitaba su paladar. El ligero cosquilleo de los trozos de avellana al fundirse en su lengua y su paladar hacia que el sabor inundara su boca. Glorioso.
Cogió otro. Mientras, Adrián se entretenía en deshacer las arrugas del envoltorio del bombón. Con sus ágiles dedos, desplegaba las cuatro esquinas. Con las uñas, alisaba la superficie una y otra vez, una y otra vez.
Chispeaba champán, rebosante de las copas delgadas con las que brindaban los mayores.
Le empezó a doler la tripa.
¡Feliz año! ¡Feliz 2013!
Papá encendió dos bengalas.
-¡Sonia! ¡Adrián! ¡Vamos! ¡ya es año nuevo!
de aquellos palos saltaban chispas. Fuego. ¡Fuego!
Sonia tiró su palito al suelo. El parquet prendió. Papá corriendo. Mamá corriendo. Adrián obnubilado mirando su bengala.
Papá apagó el fuego con una toalla.
Sonia vomitó chocolate.
Feliz 2013. 













lunes, 6 de enero de 2020

Tenía el ojo morado.

Los colores oscilaban entre el púrpura, el verde musgo y el negro alrededor de su globo ocular. Una fina línea dibujaba el contorno superior del párpado, como lineada perfectamente con un lápiz de ojos de fantasía.
Y estaba allí, con la escoba y recogedor, rítmicamente recorriendo el portal del edificio. El aire cálido atravesaba el portal de sur a norte, trayendo a veces consigo el ruido de los coches, conversaciones distraídas de oficinistas que salían a tomar café.
Se secó el sudor de la frente con la mano. Ya no le dolía. O al menos la intensidad del dolor había remitido de manera bastante significativa. O quizás era que ya se había resignado a ese golpe. Sudaba a raudales, y la camisa blanca de algodón empezaba a empaparse por la espalda.
-Buenos días-
La voz sonó por su espalda. Ya se había acostumbrado al tránsito silencioso de los estudiantes que atravesaban- unos aún poco despiertos, otros quizás absortos por su dispositivo móvil- el patio interior decorado con flores.
La mujer lo miró. Lo miró sin apenas reparar en su ojo morado, en el sudor de su cabeza. 
- Buenos días- respondió, bajando la mirada, rehuyendo el contacto visual.
- Qué calor hace, ¿verdad?
Unas bolsas de plástico blancas, de supermercado, reposaron en el suelo, ocupando parte de su campo visual.
- Pues sí, mucho
Respondió sin levantar la vista de las escasas motas de polvo que quedaban por barrer.
Fingiría, en caso de que le preguntaran, fingiría que no había sido una pelea con su hermano. Fingiría que había sido una torpe caída, impropia de un señor de 52 años. Jamás admitiría la violencia, los gritos, la dominación, la sumisión, el monstruo desatado, entre hombres, entre hermanos. Porque en el fondo él siempre era el pequeño, el que se dejaba llevar, el que seguía la estela.

La escoba se había escapado de sus manos y seguía el ritmo del silencio. Le caían gotas de sudor de la frente. Los rayos de sol se colaban ya por el portón principal sin remedio. Era mediodía. 








jueves, 2 de enero de 2020

A casa por Navidad (2010)

Supongo que habrás leído los titulares. La nieve ha sido una constante en todo este mes de diciembre, y no pretende dar tregua a esta isla. 
Gatwick está colapsado. Cada mañana, depende de lo cuajado que esté el hielo en las pistas para decidir si es posible reanudar los vuelos detenidos desde hace unos días. 
Y hay gente que ha decidido no rendirse. Que ha acampado con sus pertenencias en algún lugar de este aeropuerto, abrazándose a sus maletas, aferrándose a bolsas marrones de papel del McDonald's, o a una botella de sidra. Hasta el próximo vuelo. 



Había facturado la maleta, y los vuelos circulaban con cautelosa normalidad. Deslicé el móvil en el bolso, a la espera de embarcar. Llegamos a la puerta de embarque entre el ajetreo cuando empezó la tormenta. Al principio algunos pequeños copos, que después fueron densificándose. Una voz en off anunciaba la llegada de otra tormenta de nieve, y por consiguiente la suspensión de todos los vuelos. Ahora la avalancha era de personas, precipitándose hacia el mostrador que no les proporcionaba un billete de vuelta a casa.

Se produjo un griterío español. Patrio orgullo. Indignación. Que rompía el murmullo constante de la terminal más concurrida de Europa. 

Internet era un arma de supervivencia individual. Si tu smartphone conectaba más tarde, pasarías otro vuelo en tierra, y eso si arriesgabas a elegir, confiando en el azaroso destino de la tormenta. La euforia del 21 de diciembre, las últimas plazas y las lágrimas se confundían con las conexiones inestables que confirmaban que otro asiento había sido reservado. 

No había visto aún la nieve, pero sabía que tenía que salir de allí. Atravesé aquel arcoíris para culminar en tormenta. Porque a pesar de salir de la muchedumbre acalorada y cansada que se mecía en las paredes destartaladas entre tienda Duty Free y cafetería, aún no estaba a salvo. Por primera vez, empecé a sentir esa angustia en el cuello del estómago, vomité y me sentí mucho mejor después. La angustia había pasado, ahora solo tenía que coger el tren y recapitular, recontar los días, deshacer las maletas, tirarme a llorar. Y la banda magnética de la tarjeta no pasaba. No llevaba cash, y no había ningún conocido o amigo por Gatwick a esas horas aún. No sé por qué tuve aquella suerte, ni sé por qué lo hizo, pero un chico, estudiante Erasmus también, de los que habían estado conmigo reclamando, se acercó y me dio diez libras “para que puedas volver a casa”. En el mundo en que vivimos no recordaba lo que era el altruismo, pero en sí tenía la clara imagen de lo que era la gratitud, y entre lágrimas, abracé a aquel extraño, que sonrió al separarse de mí. No pidió nada a cambio, más que que sonriera, que pudiera volver a mi casa en Londres.
No recordaba tanta nieve junta desde las primeras tormentas. Y mientras pasaba aquel paisaje navideño, me planteaba que igual no podría estar en Nochebuena en casa. Maldecía al tiempo por haberme regalado aquel maravilloso día, porque justo hubiera empezado a nevar a la hora de mi vuelo, por no haber cogido el avión un día antes. Y así seguí mi camino de vuelta desde el tren a casa, con la nieve casi por las rodillas, arrastrando el equipaje, hasta que por fin llegué a la incertidumbre del paisaje blanco, a la soledad de la Navidad en un país extranjero, al silencio.

El 23 de diciembre de 2009 por la noche, entre lluvias, volé desde Gatwick a Alicante.