miércoles, 30 de diciembre de 2020
Balcones
martes, 10 de noviembre de 2020
La despedida que no fue
Hola Irene,
Es cierto que hemos
construido muchas cosas juntos y el trabajo queda ahí pero, por mi parte, sí
creo que debo dar un paso atrás y dejar a nueva gente crear cosas que, sin
duda, con tu ayuda, será fácil. Uno de mis poemas favoritos es de León
Felipe “Romero sólo en la vida” y dice algo así como
Que
no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo,
pasar por todo una vez, una vez sólo y ligero,
ligero, siempre ligero
La historia y los hechos
quedan ahí, cada una de las entrevistas, las reuniones, los
mails, las redacciones, las fotos…los vídeos y las ideas para los premios INNOVATE.
En definitiva, ha merecido la pena y mucho.
No es una despedida porque seguimos trabajando al ladito ( ahora en la distancia) y porque me tienes para lo que necesites, personal y profesionalmente. Eso sí, no te perdonaré el que no me vayas actualizando cómo crecen tus criaturitas y sus aventuras del día a día. . Las he visto nacer y espero verlas llegar muy alto.
Sinceramente, gracias por todo!!!... y perdón por todo lo que haya dejado de hacer o no haya hecho bien: estoy seguro de que hay mucho que puede hacer mejor.
Un beso.
viernes, 9 de octubre de 2020
De aviones y aeropuertos (I)
Todo viaje que empieza en un aeropuerto incluye la adrenalina del vuelo, el trajín del tránsito, las maletas deslizando sus ruedas como pequeñas skaters por pasillos de mármol infinitos por las cintas transportadoras. Hay gente con prisa, siempre, que parece alterarse con tu presencia.
Hay gente que observa y gente que sueña.
Luces. Tiendas de souvenirs prefabricados, preconcebidos sin amor, para los que se olvidaron de que lo importante del viaje, es volver, y a quién se vuelve.
Huele a café y bollos.
El oído es incapaz de aislar el ajetreo del control policial.
Y después, el silencio de la espera frente a una puerta de embarque de números aleatorios.
El no tránsito. Detenerse a observar la inmensidad de las cristaleras y los reflejos que se pintan sobre ella. Los asientos blancos, los cojines duros. El suelo blanco. El silencio que apenas se rompe con un tecleo en un ordenador portátil. La noche cae sobre el cristal, como un fantasma, la oscuridad.
Y de repente una botella se cae. El suelo se moja. Y empieza, de nuevo, la intensidad de la tarde. Esperando el embarque.
martes, 11 de agosto de 2020
Una puerta al cielo
Nostalgia. No sé cuantas veces habré subido en aquel ascensor a la casa de mis abuelos en Alicante. El edificio Torre Vistamar es un bloque de ladrillo ocre que se erigió en los años sesenta, característico por su celosía, el elemento más representativo del edificio, miles de piezas en forma de hélices de tres puntas que crean un entramado que protege la fachada que no da al mar.
'El Barco' se enfrenta al mar, con casi 30 plantas, y no hay en la costa de Alicante otra torre de similar especulación urbanística y turística que se le pueda comparar.
Al entrar al portal, la cristalera principal te asoma directo directo al mar, es un viaje a un horizonte infinito, al azul celeste del cielo. El suelo, de mármol blanco calcatta, da continuidad a la luminosidad y claridad que entra a través de las cristaleras.
Cuando era niña los ascensores estaban viejos. Los botones cuadrados siempre conservaban restos de arena en sus bordes. La luz era tenue. Pero enseguida llegábamos al segundo, a casa de los abuelos, y había corriente, un aire cálido que traía consigo olor a paella.
Había que llegar, como tarde, a las 2. Las 2 era la hora de comer en la generación de la Guerra. Antes se tomaba un tinto de verano, una clara y, los niños, una Fanta de Naranja o La Casera. La Casera era típico de los 90. Sus burbujas explotando contra el paladar y su sabor ligeramente azucarado.
Cuando entrábamos, siempre estaba mi abuelo sentado frente al mar, leyendo algún periódico, picando frutos secos y mirando el horizonte apoyado en las barandillas de sabor náutico. En cambio, mi abuela estaba siempre trajinando en la cocina. Terminando de freír croquetas o calamares, dándole la vuelta a una tortilla de patatas. A mí me gustaba quedarme allí con ella y ver cómo lo hacía, cómo sus dedos regordetes dejaban caer las bolitas al aceite hirviendo, mientras ella contaba cómo lo hacía, con mimo. No paraba de hacer cosas.
Sobre la mesa de la terraza había un mantel de plástico, y rodeaban ocho o diez sillas, dispuestas para la comida familiar. Poco a poco, la abuela traía la ensaladilla rusa y la tortilla, croquetas del tamaño del puño cerrado, con bechamel y jamón, con huevo duro, y calamares.
De fondo estaba el mar. El mar intenso e infinito. El mar como espejo de calma y tempestad. Un mar de verano manso, los barcos surcando olas, soñando horizontes.
Hoy el ascensor de acceso está completamente renovado, con una luz cenital de LED que rinde buen homenaje a la entrada desde el portal. Los aires están renovados, pero la memoria vuela a lugares pasados.
Al entrar, un espejo. Adriana, mi hija mayor, tendrá hoy la edad que tenía yo cuando impacté mi primer recuerdo contra la memoria de aquella casa: 3 años. Se abren las puertas y llega, como siempre, la corriente de aire cálido que se cuela entre la celosía. Todo es como siempre, salvo que nada es como era antes. La puerta se encalla al tratar de abrirla. La cerradura oxidada. El ventanal abierto. El abuelo no está. La abuela no sabe dónde está.
viernes, 3 de julio de 2020
29 veranos
Mi abuelo nos enseñó la afición a la casera y los frutos secos- los quicos y las almendras con sal, y a hacer formulaciones químicas. Nos enseñó el olor del perfume, como buen hijo de químicos.
Mi abuelo tiene los ojos minúsculos y la calva llena de manchas marrones de quemaduras del sol. A veces tropieza y se cae, así que tiene casi siempre heridas y cicatrices. Es bajito y está delgado, y en nuestros veranos lleva sandalias de señor, un concepto que normalizamos de pequeñas pero que me sigue pareciendo una utopía que los hombres lleven los pies con sandalias con esa dignidad.
viernes, 19 de junio de 2020
Londres: buscadoras incansables de sueños
domingo, 5 de abril de 2020
Diario de Pandemia (COVID-19): I
21.
Entra un rayo de sol
Un balazo directo
Al hipotálamo.
Un chute
de energía
Con el que vibran los colores de la alfombra.
Huelen a curry sus manos, gorditas
En una expedición por las especias de la cocina trajo eso.
Huelen a café las mías,
Porque los días,
empiezan a alargarse demasiado.
7.
¡El unicornio sabe volar, mamá! Míralo, lo tiro, y vuela.
Es un breve instante de tiempo, entre sus manos y las mías.
Pero es esa complicidad que sólo un bebé de 1 año sabe transmitirte.
Yo lo tiro, y vuela a ti. Lo entiendes. Tú lo tiras de vuelta hacia mi, y me sonríes.
El unicornio sabe volar.
9.
Hoy he vuelto a llorar. Ya no me caben tanto sentimientos: angustia, claustrofobia, estrés y no llegar, no parar, incertidumbre. Así que los he roto fuerte. Los he exprimido en un cóctel de lágrimas. Y es una copa con la que brindo por mañana.
25.
- Mamá, ¿somos gente triste?
-No, cielo, ¿por qué?
- Porque no tenemos rosquillas.
1.
Retumban las palabras del televisor. Suena a miedo, a incertidumbre, a barco naufragando, a miedo, a impotencia, a qué haré yo, a cuándo cómo dónde y por qué.
Una imagen desde Urgencias.
Un relato de desesperanza.
2.
Sólo hay un lugar: mi hogar son ellos.
20.
Es de noche. Otra mañana más. Un día más, uno menos.
Enciendo el ordenador. Enciendo la cafetera. Corto la naranja en dos.
Enciendo la cabeza, apago el corazón.
Enciendo los datos, apago la esperanza.
¿Dónde está el botón para apagar esta pesadilla?
miércoles, 26 de febrero de 2020
¿qué te gustaría tener cuando vayas a morir?
Esa pregunta lleva rondando mi cabeza desde el trágico accidente de avioneta que se llevó a Kobe Bryant, jugador de la NBA, de 42 años.
Reflexiono, y pienso que no tenemos miedo a morir. Realmente no, no es eso, es miedo al dolor. Miedo a irnos de este mundo de una manera agónica: morir asfixiados, ahogados, en un accidente de tráfico mortal desangrados. Al dolor infinito, insoportable, incomparable.
Miedo a cerrar los ojos no. Miedo a dejar este mundo, tampoco. Algún día lo haremos todos al fin y al cabo...
Vaya reflexiones, ¿no?
Mi mente práctica enseguida pensó, vale, si no es miedo a morir sino al dolor, ¿qué puedo hacer para paliar el dolor? ¿qué podría hacer Kobe Bryant, multimillonario, para haber podido morir sin sufrimiento?
Inmediatamente pienso: morfina.
Lo que me gustaría tener cuando vaya a morir es morfina. Inyectarla y cerrar los ojos para emprender el viaje y flotar, hacia donde quiera llevarme el alma, volando libre.
Porque mi cuerpo es sólo un anclaje temporal en el que habito.
Porque cuando llegue mi momento, sólo querría tener un final sin dolor, sin agonía, sin sufrimiento.
Cerrar los ojos y sólo volar. Volar muy lejos a algún lugar de brisa marina y casitas blancas.
Volar y sentir que todas las personas a las que quiero están conmigo, porque soy alma y espíritu, soy emociones, soy etérea.
miércoles, 5 de febrero de 2020
La vida como mejor guión: cenas navideñas infantiles
Pero el timbre no sonaba
- Mami, ¿puedo comer turrón ya?
- No, cariño. El turrón y el chocolate son de postre. Después de la cena.
- ¿Y cuando es la cena?
-Cuando llegue la tía
- ¿Y cuando llega la tía?
El timbre interrumpió su conversación.
Entraba aire frío de la calle. Adrián ya había ido a la puerta a recibir. Adrián y Papá. Pero ella no quería. No quería que le dijeran que se hacía mayor, porque cinco años ya eran demasiado. Arrastró a su muñeca de la pierna y apartó la cara a los besos, quitándose el pelo de la cara con los deditos.
Papá ponía los platos en la mesa. Los langostinos la miraban con sus ojos saltones. Y había verdura. Verdura. Puaj. Mamá decía que hay que comportarse en la mesa y comer y Papá les preparaba la comida en trocitos en sus platos.
Las conversaciones seguían ajenas a la dulce demanda de Sonia, que se dejó deslizar frente al televisor. Conversaciones banales, chicas que bailan, purpurina, y sueño.
Decían que 2013 iba a ser un año de cambios, de salida de la crisis, de dinero y capital, de fútbol.
Miró de nuevo a los langostinos. La montaña había disminuido, pero seguían los ojos saltones mirándola, retándola. Se levantó. Al baño. Y a la despensa. Sabía perfectamente dónde guardaban papá y mamá los Conguitos. Nadie sospecharía de una bolsa de Conguitos en Navidad. Porque los Conguitos se pueden comer cualquier día, y además, después de Navidad nadie quiere Conguitos, ni chocolate, ni dulces.
Abrió la bolsa en la oscuridad del pasillo y comió el primero.
Y el segundo.
y el quinto.
Y el vigésimo.
Volvió a la mesa. Su hermano miraba las servilletas distraído, pinchaba huevo hilado y decía alguna frase, probablemente sin sentido para los adultos, pero que fingía prestar mucho interés porque la decía Adrián.
Miró a través de las copas. Las burbujas subían a la superficie, para, ligeramente, desvanecerse, como una pompa que explota.
-¡Ya llegan las uvas! ¡Preparados!
Papá fue a la cocina y trajo los boles. Doce. Unadostrescuatrodoce.
-Yo no quiero uvas, papá- dijo Adrián.
Sonia abrió los ojos muy abiertos.
-¿Lacasitos?
- Lacasitos está bien.
Los Lacasitos eran las uvas para los niños. Total, daba igual la suerte o no suerte. Aún quedaban unos días para abrir regalos.
Los Lacasitos venían en una bolsa de kilo, amarilla, y no olían a chocolate. El estruendo al abrirlos precedía al silencio posterior, sentados en el sofá su hermano y ella, en silencio, comiendo uno a uno los pequeños botones multicolor de chocolate.
Las copas burbujeaban en amarillo- champán- y el reloj de la Puerta del Sol daba las campanadas rotundo, solemne, tranquilo.
Metió su mano otra vez en la bolsa: blanco y morado. Rojo y naranja.
Sus dedos ya apenas atinaban a encontrar botones cuando los vio. Sobre la mesa, papá ya había dispuesto los bombones dorados, y mamá los estaba pelando, con sus uñas siempre cuidadas, con la manicura hecha.
Se acercó a la mesa.
- ¿Brindas, Sonia?
-Brindo
Y cogió un bombón. Su papel dorado era una invitación, un tesoro. Su sabor era explosivo. Mejor incluso que cualquier tableta o que el Kinder huevo. El primer mordisco siempre era glorioso, el relleno, avellana y chocolate con leche, deleitaba su paladar. El ligero cosquilleo de los trozos de avellana al fundirse en su lengua y su paladar hacia que el sabor inundara su boca. Glorioso.
Cogió otro. Mientras, Adrián se entretenía en deshacer las arrugas del envoltorio del bombón. Con sus ágiles dedos, desplegaba las cuatro esquinas. Con las uñas, alisaba la superficie una y otra vez, una y otra vez.
Chispeaba champán, rebosante de las copas delgadas con las que brindaban los mayores.
Le empezó a doler la tripa.
¡Feliz año! ¡Feliz 2013!
Papá encendió dos bengalas.
-¡Sonia! ¡Adrián! ¡Vamos! ¡ya es año nuevo!
de aquellos palos saltaban chispas. Fuego. ¡Fuego!
Sonia tiró su palito al suelo. El parquet prendió. Papá corriendo. Mamá corriendo. Adrián obnubilado mirando su bengala.
Papá apagó el fuego con una toalla.
Sonia vomitó chocolate.
Feliz 2013.
lunes, 6 de enero de 2020
Tenía el ojo morado.
- Buenos días- respondió, bajando la mirada, rehuyendo el contacto visual.
- Qué calor hace, ¿verdad?
Unas bolsas de plástico blancas, de supermercado, reposaron en el suelo, ocupando parte de su campo visual.
- Pues sí, mucho
Respondió sin levantar la vista de las escasas motas de polvo que quedaban por barrer.
Fingiría, en caso de que le preguntaran, fingiría que no había sido una pelea con su hermano. Fingiría que había sido una torpe caída, impropia de un señor de 52 años. Jamás admitiría la violencia, los gritos, la dominación, la sumisión, el monstruo desatado, entre hombres, entre hermanos. Porque en el fondo él siempre era el pequeño, el que se dejaba llevar, el que seguía la estela.
La escoba se había escapado de sus manos y seguía el ritmo del silencio. Le caían gotas de sudor de la frente. Los rayos de sol se colaban ya por el portón principal sin remedio. Era mediodía.
jueves, 2 de enero de 2020
A casa por Navidad (2010)
El 23 de diciembre de 2009 por la noche, entre lluvias, volé desde Gatwick a Alicante.