lunes, 6 de enero de 2020

Tenía el ojo morado.

Los colores oscilaban entre el púrpura, el verde musgo y el negro alrededor de su globo ocular. Una fina línea dibujaba el contorno superior del párpado, como lineada perfectamente con un lápiz de ojos de fantasía.
Y estaba allí, con la escoba y recogedor, rítmicamente recorriendo el portal del edificio. El aire cálido atravesaba el portal de sur a norte, trayendo a veces consigo el ruido de los coches, conversaciones distraídas de oficinistas que salían a tomar café.
Se secó el sudor de la frente con la mano. Ya no le dolía. O al menos la intensidad del dolor había remitido de manera bastante significativa. O quizás era que ya se había resignado a ese golpe. Sudaba a raudales, y la camisa blanca de algodón empezaba a empaparse por la espalda.
-Buenos días-
La voz sonó por su espalda. Ya se había acostumbrado al tránsito silencioso de los estudiantes que atravesaban- unos aún poco despiertos, otros quizás absortos por su dispositivo móvil- el patio interior decorado con flores.
La mujer lo miró. Lo miró sin apenas reparar en su ojo morado, en el sudor de su cabeza. 
- Buenos días- respondió, bajando la mirada, rehuyendo el contacto visual.
- Qué calor hace, ¿verdad?
Unas bolsas de plástico blancas, de supermercado, reposaron en el suelo, ocupando parte de su campo visual.
- Pues sí, mucho
Respondió sin levantar la vista de las escasas motas de polvo que quedaban por barrer.
Fingiría, en caso de que le preguntaran, fingiría que no había sido una pelea con su hermano. Fingiría que había sido una torpe caída, impropia de un señor de 52 años. Jamás admitiría la violencia, los gritos, la dominación, la sumisión, el monstruo desatado, entre hombres, entre hermanos. Porque en el fondo él siempre era el pequeño, el que se dejaba llevar, el que seguía la estela.

La escoba se había escapado de sus manos y seguía el ritmo del silencio. Le caían gotas de sudor de la frente. Los rayos de sol se colaban ya por el portón principal sin remedio. Era mediodía. 








jueves, 2 de enero de 2020

A casa por Navidad (2010)

Supongo que habrás leído los titulares. La nieve ha sido una constante en todo este mes de diciembre, y no pretende dar tregua a esta isla. 
Gatwick está colapsado. Cada mañana, depende de lo cuajado que esté el hielo en las pistas para decidir si es posible reanudar los vuelos detenidos desde hace unos días. 
Y hay gente que ha decidido no rendirse. Que ha acampado con sus pertenencias en algún lugar de este aeropuerto, abrazándose a sus maletas, aferrándose a bolsas marrones de papel del McDonald's, o a una botella de sidra. Hasta el próximo vuelo. 



Había facturado la maleta, y los vuelos circulaban con cautelosa normalidad. Deslicé el móvil en el bolso, a la espera de embarcar. Llegamos a la puerta de embarque entre el ajetreo cuando empezó la tormenta. Al principio algunos pequeños copos, que después fueron densificándose. Una voz en off anunciaba la llegada de otra tormenta de nieve, y por consiguiente la suspensión de todos los vuelos. Ahora la avalancha era de personas, precipitándose hacia el mostrador que no les proporcionaba un billete de vuelta a casa.

Se produjo un griterío español. Patrio orgullo. Indignación. Que rompía el murmullo constante de la terminal más concurrida de Europa. 

Internet era un arma de supervivencia individual. Si tu smartphone conectaba más tarde, pasarías otro vuelo en tierra, y eso si arriesgabas a elegir, confiando en el azaroso destino de la tormenta. La euforia del 21 de diciembre, las últimas plazas y las lágrimas se confundían con las conexiones inestables que confirmaban que otro asiento había sido reservado. 

No había visto aún la nieve, pero sabía que tenía que salir de allí. Atravesé aquel arcoíris para culminar en tormenta. Porque a pesar de salir de la muchedumbre acalorada y cansada que se mecía en las paredes destartaladas entre tienda Duty Free y cafetería, aún no estaba a salvo. Por primera vez, empecé a sentir esa angustia en el cuello del estómago, vomité y me sentí mucho mejor después. La angustia había pasado, ahora solo tenía que coger el tren y recapitular, recontar los días, deshacer las maletas, tirarme a llorar. Y la banda magnética de la tarjeta no pasaba. No llevaba cash, y no había ningún conocido o amigo por Gatwick a esas horas aún. No sé por qué tuve aquella suerte, ni sé por qué lo hizo, pero un chico, estudiante Erasmus también, de los que habían estado conmigo reclamando, se acercó y me dio diez libras “para que puedas volver a casa”. En el mundo en que vivimos no recordaba lo que era el altruismo, pero en sí tenía la clara imagen de lo que era la gratitud, y entre lágrimas, abracé a aquel extraño, que sonrió al separarse de mí. No pidió nada a cambio, más que que sonriera, que pudiera volver a mi casa en Londres.
No recordaba tanta nieve junta desde las primeras tormentas. Y mientras pasaba aquel paisaje navideño, me planteaba que igual no podría estar en Nochebuena en casa. Maldecía al tiempo por haberme regalado aquel maravilloso día, porque justo hubiera empezado a nevar a la hora de mi vuelo, por no haber cogido el avión un día antes. Y así seguí mi camino de vuelta desde el tren a casa, con la nieve casi por las rodillas, arrastrando el equipaje, hasta que por fin llegué a la incertidumbre del paisaje blanco, a la soledad de la Navidad en un país extranjero, al silencio.

El 23 de diciembre de 2009 por la noche, entre lluvias, volé desde Gatwick a Alicante.