Y estaba
allí, con la escoba y recogedor, rítmicamente recorriendo el portal del
edificio. El aire cálido atravesaba el portal de sur a norte, trayendo a veces
consigo el ruido de los coches, conversaciones distraídas de oficinistas que
salían a tomar café.
Se secó
el sudor de la frente con la mano. Ya no le dolía. O al menos la intensidad del
dolor había remitido de manera bastante significativa. O quizás era que ya se
había resignado a ese golpe. Sudaba a raudales, y la camisa blanca de algodón
empezaba a empaparse por la espalda.
-Buenos
días-
La voz
sonó por su espalda. Ya se había acostumbrado al tránsito silencioso de los
estudiantes que atravesaban- unos aún poco despiertos, otros quizás absortos
por su dispositivo móvil- el patio interior decorado con flores.
La
mujer lo miró. Lo miró sin apenas reparar en su ojo morado, en el sudor de su
cabeza.
- Buenos días- respondió, bajando la mirada, rehuyendo el contacto visual.
- Qué calor hace, ¿verdad?
Unas bolsas de plástico blancas, de supermercado, reposaron en el suelo, ocupando parte de su campo visual.
- Pues sí, mucho
Respondió sin levantar la vista de las escasas motas de polvo que quedaban por barrer.
Fingiría, en caso de que le preguntaran, fingiría que no había sido una pelea con su hermano. Fingiría que había sido una torpe caída, impropia de un señor de 52 años. Jamás admitiría la violencia, los gritos, la dominación, la sumisión, el monstruo desatado, entre hombres, entre hermanos. Porque en el fondo él siempre era el pequeño, el que se dejaba llevar, el que seguía la estela.
La escoba se había escapado de sus manos y seguía el ritmo del silencio. Le caían gotas de sudor de la frente. Los rayos de sol se colaban ya por el portón principal sin remedio. Era mediodía.
- Buenos días- respondió, bajando la mirada, rehuyendo el contacto visual.
- Qué calor hace, ¿verdad?
Unas bolsas de plástico blancas, de supermercado, reposaron en el suelo, ocupando parte de su campo visual.
- Pues sí, mucho
Respondió sin levantar la vista de las escasas motas de polvo que quedaban por barrer.
Fingiría, en caso de que le preguntaran, fingiría que no había sido una pelea con su hermano. Fingiría que había sido una torpe caída, impropia de un señor de 52 años. Jamás admitiría la violencia, los gritos, la dominación, la sumisión, el monstruo desatado, entre hombres, entre hermanos. Porque en el fondo él siempre era el pequeño, el que se dejaba llevar, el que seguía la estela.
La escoba se había escapado de sus manos y seguía el ritmo del silencio. Le caían gotas de sudor de la frente. Los rayos de sol se colaban ya por el portón principal sin remedio. Era mediodía.