martes, 8 de diciembre de 2015

Últimas palabras

Pensé que han pasado tantos años. 
"Who we used to be when we were younger and free"
Muchos caminos y muchas decisiones diferentes. Muchos silencios y muchas incorrecciones. 
"There's such a difference between us and a million miles."
Y sin embargo algo me hizo pensar que quizás, que quizás siempre habrá cosas que nunca dijimos. Cosas que no diré jamás. Que guardo mis últimas palabras para que guardes ese adiós que nos separó hace años.
Que quizás necesitamos ese silencio. Esa no existencia que nos convierte en etéreas almas que se resguardan de un invierno y unos corazones demasiado fríos. 
Que quizás sólo en mi imaginación esté tu cuerpo entre otros cientos que desaparecieron en un atentado. Y si fuera así, y si no fuera así. Hola. Adiós.

Y cerré el cofre de los recuerdos. 




jueves, 3 de diciembre de 2015

Sala desperanza

-          - Belén, no lo entiendo.
La enfermera miró a la niña por encima de sus gafas de pasta, como quién espía a través de las cortinas opacas por la ventana. Tendría unos diez años y parecía tener uso de razón. Quizás le recordaba a sus hijas, también preadolescentes, que la llamaban al hospital para preguntarle qué camiseta combinar con el short vaquero y si estaba planchada, porque había días en los que no llevaban uniforme del colegio, y entonces todo se volvía un caos. 
Volvió a mirar a la niña. La había visto ya muchas veces, cada dos semanas venía con su madre (cáncer de colon, jodido, quimio de las fuertes, uno de esos casos en los que el tiempo juega el papel más fundamental entre la vida y la muerte). 
-   ¿Qué es lo que no entiendes, corazón?
La niña la miraba con inocencia. Tenía los ojos grandes, azules, muy claros, y la cara plagada de pecas. No sólo en la nariz, sino por toda la cara.  
No se atrevía a preguntar lo que pensaba. 
Se agarró a su libro de cuentos y lo apretó con firmeza.    
La mirada de la enfermera volvió a centrarse de nuevo en los papeles que tenía sobre la mesa, en las agendas de citas, en los post-it que le había dejado la compañera de la tarde, en el tictaqueo del reloj de pared que, sin tregua, anunciaba la llegada del mediodía.
- No entiendo por qué estas personas que están tan mal, que están viejas y cansadas, que están muy enfermas, se empeñan en querer vivir.
Belén alzó la vista. No daba crédito a lo que acababa de oír. Esa inocente niña...
Lloraba. Belén la acompañó a una pequeña salita contigua. Seguía perpleja. No esperaba esa pregunta. Y menos de una niña de diez años. 
- Marta, aquí hay personas muy enfermas. Enfermas, como tu mamá. Pero nosotras estamos aquí para salvarlas. 
Marta miró a la enfermera. Seguía sollozando en silencio. 
- Marta, una enfermedad no significa el fin de la vida. Se supera.
-A... ayer...- Marta intentaba articular palabras entre sollozos- los o...oí mo...ri...morir.
Belén se quitó las gafas.
-¿Cómo vas a haberlos oído morir, cariño?
-Sí.. Oí al señor Alberto ahogarse mientras le pinchaban.
Belén no respondió. Tampoco era fácil.
- ¿Mi mamá se va a morir?
Belén se quedó en silencio. No era fácil la pregunta ni fácil la respuesta. La madre de Marta no tenía un cáncer terminal. Pero un cáncer digestivo sabía que era algo complejo, por la velocidad a la que se reproducen las células. Había respondido bien al tratamiento...
Interrumpió sus pensamientos el grito ahogado de Marta. 
-¡Va a morir!
Belén la abrazó fuerte. 
- Tu madre no va a morir, Marta.
-¡Mientes! ¡Se va a morir como el señor Alberto! ¡Todos los que entran en esa sala se van a morir! ¿Por qué quieren seguir viviendo?

No pudo hablar más porque empezó a llorar de nuevo. Belén la abrazaba e intentaba tranquilizarla. Belén entonces entendió algo que nunca antes había entendido: una niña había asimilado la muerte. Antes que muchos adultos. Deseaba el fin del sufrimiento y, como consecuencia, el fin de la vida. Diez años.

- Si ellos mueren, mi mamá se salvará.




lunes, 30 de noviembre de 2015

Sabanitas de queso que se resisten a morir

Cuando introdujo la llave en la cerradura ya sabía que Ámbar no estaría en casa. Sin embargo, siempre que llegaba al apartamento vacío después de un viaje esperaba que ella hubiera regresado antes que él para sorprenderle, para abrirle la puerta y decirle 'bienvenido de vuelta, amor' y darle un beso fuerte de película que le hiciera perder la noción de lo tarde que era, del retraso de su vuelo, de los días fuera de casa en habitaciones de hotel ajenas. 
Y sin embargo Ámbar no estaba, y sólo podía escuchar el silencio, a veces roto por los pequeños pasos de Ratatouille, su hámster, sobre el manto de hierbajos. La casa olía a cerrado, y la oscuridad de la entrada de la madrugada, apenas alterada por las farolas de la calle, que apenas alumbraban la penumbra. 
Arrastró su maleta hasta la habitación, y se dirigió a la cocina. No había imanes con notas de nada en la nevera. Ni el "hemos quedado para firmar la escritura" ni un "he reservado para cenar en el Di Donatello". Ratatouille corría enérgicamente por el circuito que le regalaron para Reyes, un circuito de tres pisos con toboganes, en el que pasaba las horas cuando ni Ámbar ni Carlos estaban en casa. 
Carlos abrió la nevera y pudo ver que aún quedaban paquetes meticulosamente envasados en papel blanco de la charcutería, sabanitas de queso, una botella de Lambrusco que Ámbar dejó abierta tras la primera copa. Cerró la nevera y volvió a la habitación. Arrastró la maleta a la cocina. Sacó la ropa directamente a la lavadora y la enchufó. La espuma se movía entre sus camisas de seda, y se sentó allí, en una de las sillas de la cocina, mientras la lavadora rezumbaba. 
Ámbar casi nunca estaba en casa, al menos casi nunca estaba con él. Cuando no trabajaba hacía planes de ir a tomarse vinos con antiguas amigas de la universidad a las que siempre hacía mucho tiempo que no había visto, y al final acababa llegando a casa muy tarde, cuando él ya se había acostado, y se quitaba la ropa y se metía entre las sábanas con él, abrazándose muy fuerte. A veces él se excitaba y se giraba, la cogía por las caderas y embestía su último esfuerzo del día en hacerla feliz durante media hora. Otras veces ignoraba esa excitación, y simplemente la abrazaba entre sus brazos y le acariciaba el pelo hasta que se dormía, como una niña pequeña.

viernes, 27 de noviembre de 2015

El tiempo nunca se detiene

Fue con el movimiento brusco del televisor
o con el armario vacío de su lado
el olor a nostalgia de la cama vacía
del frío del invierno
cuando reconquistó esa frase:
El tiempo
nunca se detiene.

Y de tantos atardeceres
no quedaba nada más
que unos recuerdos empapados en lágrimas
embalados al vacío
esperando que de nuevo
el tiempo pase por ellos.


Nunca supo si abrazarse al vacío
o a la memoria tardía
de todo lo que ahora duele.
El frío
que se cuela por cualquier rendija
Los pies que danzan entre escombros,
la mirada vacía.

Fue la llegada del iniverno
o el silencio
o que supo
que aquel iba a ser el último día.
Porque seguramente lo habría vivido diferente
Día -1.





domingo, 15 de noviembre de 2015

Vidas ajenas

Tecleó de nuevo su nombre. Como había hecho tantos millones de veces en los últimos tres años. Y de nuevo apareció allí, en Instagram, con su café mañanero de domingo, con su flequillo rubio despeinado, sus uñas inmaculadas, su sonrisa de ortodoncia. La luz emanaba de alguno de los cristales de la cafetería, una luz otoñal de mediados de noviembre, un sol que palidece. Y ella estaba allí, después de trescientas poses, seguro. Un clic más allá las fotos de la cena de anoche. Pasta ripiena, un sitio cool perfectamente geolocalizado, nueva cita, dos copas de lambrusco, dos tenedores, de nuevo su sonrisa. 
 Avanzo algunas imágenes más allá, al parque del Retiro. Un camino enmarcado por el crujiente amarillo de las hojas caídas, y por las que se amontonan en el suelo, y de nuevo ella. Con una chaqueta larga, color rosa, deportivas y vaqueros, gafas de sol. 
Su centro de estética y su manicura impoluta.
Su gimnasio, sus mallas, su minitop y su cinturita de avispa.
Ella al volante, el sol como un eco de fondo.
El horizonte inspirador con alguna frase enlatada.
Mr. Wonderful.
Fue tarde de serie y mantitas. 

Marcó meticulosamente en su mapa la cafetería. Ya tenía suficiente.
CONTINUARÁ...

lunes, 9 de noviembre de 2015

Mi mochila

He titulado este texto 'Mi mochila' porque es una de esas experiencias vitales que siempre parece que no ocurren hasta que nos tocan en primera persona. Es mi mochila porque es algo con lo que voy a vivir durante mucho tiempo. La conciencia de un acontecimiento que lo cambia todo, que permanece como una cicatriz...

Esta vez el fundido a negro fue algo más.
Sentí todo aquello que había sentido otras veces- la debilidad, la falta de fuerzas, la ligereza del peso de mi cuerpo, la flaqueza de las piernas, el desmayo inevitable. Y sin embargo, esta no fue como aquellas otras veces. Pasaron dos y tres segundos, y mi cuerpo era incapaz de responder. Oía voces, el revuelo a mi alrededor, pero no sentía mi cuerpo, como si estuviera allí y no estuviera. Los ecos y murmullos reverberaban en una sala que era incapaz de ver, reconocer o incluso sentir.
Me repetía mentalmente que seguro que pronto iba a despertar, que todo iba a salir bien. Y procuraba respirar. Respirar hondo como nos enseñan que hagamos para relajarnos en momentos de pánico. Pero no era capaz de despertarme...
La reconstrucción de esta historia, desde fuera, es que perdí la conciencia y me desmayé. Los enfermeros me trasladaron a una camilla y perdí el pulso, perdí los signos vitales, tenía la tensión demasiado baja para ser baja. Y no eran capaces de reanimarme. Una deshidratación severa. Vómitos que no cesaban hasta la inconsciencia.
Fundido a negro. No sé cuánto tiempo estuve así, pero al menos fueron bastantes minutos. Tampoco recuerdo cómo lo hice. Sólo que en algún momento pensé que igual, quizás, podría no despertar. Y no pensé en el coma, como más tarde me explicaron que sería uno de los posibles estados ante un organismo incapaz de reavivarse. Pensé que quizás, me fundiría a negro para siempre. Y no sentí angustia. Por unos instantes pensé en esa transición hacia la muerte. Pensé que me encontraba en ese limbo de no vida y que quizás, flotaría hasta morir. No sé en qué momento abrí los ojos. Y recuerdo que vi esa luz, todo tan simbólico, y enseguida sentí el pinchazo agudo de las agujas quebrando mis venas sin éxito. Sin éxito una y otra vez. Podía sentir el suero resbalar por mi brazo. Las venas repeliendo. El sonido de la ambulancia para el hospital. El miedo. La conciencia de que a cualquiera de nosotros puede tocarnos... Ese fundido a negro.





lunes, 26 de octubre de 2015

Octubre

A veces, el tiempo pasa tan rápido que apenas nos da tiempo de maldecir la llegada del invierno. Las hojas del calendario bailan mientras avanzamos a un nuevo día, un día que se mueve rápido, de nuevo hacia cualquier lugar de ninguna parte.
Y pronto llegan los jerseys color vino y los paraguas, las mantas cubriendo pies fríos en el sofá, la oscuridad de las cinco de la tarde, las primeras lluvias de otoño. Y pronto llega el invierno, y de nuevo la primavera, y de nuevo el verano, y vuelve el otoño de nuevo.
No había advertido el paso de octubre. De octubre a ninguna parte. El olor a humedad y el crujir de las hojas caídas. La llegada de los primeros días fríos. 
Muchas veces me planteo la existencia de un no- tiempo. Un lugar donde no habitan los recuerdos porque vivimos un momento presente. Un momento presente en el que giran las estaciones pero no avanza el tiempo. Un momento que dura la eternidad, en el que nuestro ser se detiene en un letargo, en silencio, en el que llega de nuevo la noche y el día, tan diferentes y parecidos como el anterior. Otro amanecer. Otra caída de la noche en plena tarde. Otra mañana de lluvia en otro atasco. Y sin embargo, cada vez que volvemos, la casilla se resetea en el 'Start', como si cada día retrocediera a la casilla de salida. 
De la luz a la oscuridad, y saber que siempre, en algún lugar en alguna parte del mundo, brilla con fuerza el sol. 



jueves, 15 de octubre de 2015

Mochilas y hojas amarillas

Hace años que ya no llega la vuelta al cole. Caen de las hojas de los árboles, y el amarillo y marrón impregnan los escasos paisajes de parque en la ciudad. Empieza a llegar el frío. Ligeras corrientes de aire más fresco, chaquetas y cazadoras, mantas sobre los pies frente al televisor.
Los días empiezan a acortar. Y la noche se cierne sobre la ciudad como un fantasma, cada vez acechándonos más, de más cerca. Cada vez menos luz, más frío. Cada vez más lejos del solsticio, y más cerca. 
Cuando ya ha pasado septiembre, de nuevo llegan los gritos y voces que reverberan en las paredes, a la salida del colegio, con la mochila amarilla y el sándwich de nocilla en la mano. Un batido de frutas. Otra excursión al parque. Ahora clases de ballet. Ahora tocaré la trompeta. Ahora seré jugadora de hockey hierba. Ahora no quiero nada. 
Hace años que no llegan todas esas decisiones inocentes. Los octubres extraescolares. La vida después del cole. Los deberes. Los estiramientos. Los chándal para no coger frío tras sudar. 
Los niños ya no juegan fuera. O al menos no lo hacen como antes. No patean las hojas secas para abrirse paso. Ya no saben cuál es el olor del césped, ni cuándo se empieza a calentar la leche por las mañanas. 
Ahora sólo ven esa pequeña pantalla. La luz artificial que nunca se apaga. Sus dedos ágiles que se deslizan arriba y abajo. Ya no recuerdan si anochece o aún le queda. Ya no recuerdan el olor a hojas caídas, a hierba que se seca, a nostalgia del otoño. 


domingo, 4 de octubre de 2015

El bar Vicent

Nadie le esperaba ya en los bares. Pertenecía a un limbo desubicado en el que sus amigos ya habían dejado las discotecas, se habían casado, e incluso algunos, tenían hijos. Era ese limbo de los treinta, en el que ya poco y pocos quedaban de los de siempre.
Con esa sensación de desasosiego se dirigió al Vicent. Olía a tabaco desde aquellas primeras horas de la mañana. A tabaco y a café. A tabaco y a churros. Las mesas metálicas de la terraza estaban llenas. Un toldo de rayas blancas y azules protegía de los primeros rayos de sol.
Accedió a la barra. Teresa le atendió con la misma desgana de siempre.
-          Hola Fran. ¿Lo de siempre?
-          Si, Teresa. Dos raciones de churros para llevar. El azúcar en sobres aparte. Gracias.
Fran apartó la mirada de los inquisitivos ojos verde esmeralda de la mujer, enmarcados en una montura metálica que los amplificaba. Tenía el pelo lacio, rubio y canoso, que parecía deshacerse al apenas llegar a los hombros para recogerse en una pequeña coleta baja. Siempre mascaba chicle. Decía que mascaba chicle para que se le quitaran las ganas de comer, todo el día allí en el bar. En la comisura de sus labios se formaban algunas arrugas. Era brusca. Era brusca incluso cuando quería ser amable. Su amarga existencia era ya una costumbre en el bar Vicent. Su aliento a tabaco. Tabaco y café y tabaco y churros.

Fran recogió la bolsa de papel de churros y se dirigió al coche. Sobre las mesas de la terraza, las portadas de los diarios locales abrían con la foto del cuerpo sin vida de Alina en la playa. Su noticia.  

martes, 29 de septiembre de 2015

Café y cafeína

No entiendo a la gente que va a los Starbucks por la noche. Las luces se vuelven tenues, apagadas, y se sientan solos en una de las butacas. La luz del exterior los pone en un escaparate, y vemos a aquellas criaturas solitarias frente a su tazón de café. Se convierten en fantasmas cuyos pensamientos deambulan libres, en ese limbo entre el estar y el desvanecerse, esperando el siguiente chute de cafeína que los eleve de ese impersonal sillón verde Starbucks. A veces, fingen leer algún libro, otras veces trabajan en un portátil en silencio, aducidos por el rítmico teclear de sus dedos en el teclado. Otras veces simplemente están de tránsito. Esas esperas que hacen del día y de la noche lugares insospechadamente contiguos. 
El olor a café avainillado. Las miradas furtivas de los casuales paseantes nocturnos. El camarero que barre el suelo alrededor, La mujer que ha pedido dos sandwich para cenar. El azúcar. Ese incómodo silencio que encubre los murmullos, los cuchicheos de los camareros, que se preguntan, qué harán allí esas personas a esas horas. 

miércoles, 19 de agosto de 2015

La nostalgia del final del verano

La nostalgia del final del verano es un atardecer en la playa. Finales de agosto, y el acecho del comienzo del curso escolar que se ciernen sobre el mar. En el cielo empieza a caer el sol hacia el agua, sobre un fondo celeste, y anaranjado, y rosa. La gente que camina por los paseos marítimos se convierte en un murmullo, un rumor, una sombra. Es demasiado pronto para volver ya. Pero el cielo no quiere alargar este sueño.
La nostalgia del final del verano es el zumbido de un Peter Pan que no duerme. La infancia y la vuelta a la escolarización básica, a ir pasando cursos, y las clases de matemáticas, inglés y lengua. La adolescencia y las clases de historia y biología, el volver al instituto en sepiembre y ver cómo han cambiado todos, a quién le ha crecido el pecho y quién tiene más granos en la cara. El verano después de la selectividad. Los días de no hacer nada, de disfrutar, de soñar con el futuro en la universidad. Los veranos de la universidad. El primero, siempre limpio y lleno de nuevas experiencias, de nuevos profesores, de nuevas personas, de nuevos amores. Y luego vendrán todos los demás. Los de los apuntes llenos de arena y la impaciencia, la resignación, las ganas de terminar y graduarse, de terminar esta etapa. 
Y de repente te das cuenta de que en todos ellos, llegaba este momento. En el que los días se acortan y los atardeceres amenazan con la llegada de otro septiembre, con unas cuántas ilusiones y expectativas. Y, poco a poco, vas sumando nuevos atardeceres desde distintas ciudades, con distintas personas. Nuevas experiencias vitales. Poco a poco, te das cuenta de que la nostalgia no eres tú, sino ese atardecer que resuena en ecos constantes, días más cortos, sueños más largos que avanzan, sin que podamos hacer nada por detener el tiempo. 


miércoles, 29 de julio de 2015

A-Sincronía

Siempre era el mismo tren. Las 7.20 de la mañana dirección al aeropuerto. Había adelantado su reloj para ajustarse al horario de los trenes, siempre por delante, siempre con prisas. 
Y sin embargo, ese día Leticia llegaba tarde. La pastelería aún tenía el cierre echado y su carrera al metro había sido en vano. El olor a café y horno aún impregnaba su sueño matinal. Seguramente tenía el pelo desordenado. Había intentado darle forma a su cabello liso con una trenza, avivarlo, mientras esperaba que abrieran. Luego, cargada con la caja de cartón que contenía los merengues, había llegado justo para ver el tren desvancerse por el túnel. Los ruidos de la estación se acentuaban. Pequeñas personas, caras de sueño. Miradas extrañas. El trajín de la cotidianeidad absurda. El calor del verano.

Siempre era el mismo tren. Las 7.20 de la mañana dirección al aeropuerto. Había salido a correr. Se apagaban las farolas ante un nuevo amanecer, y el perro se agitaba  ansioso, sabiendo que se acercaba su primer paseo diario. La ruta de subida al Retiro. Una fuente de refresco y jugueteo. De nuevo bajo el agua de la ducha. De nuevo anudarse los cordones. La bocanada de calor. El tren. Después de la carrera había conseguido llegar a tiempo. Era el mismo vagón. El de siempre. Y ella se subiría en la siguiente estación, con cara de sueño, atusándose la melena rubia. La transcripción de su mirada. Y él allí, contándole al Carlos sus viajes, su trabajo, esperando ese cruce de miradas. El Carlos a veces también la miraba. Se miraban. Pero quizás no con esa intensidad que lo miraba a él, en el frío y calor de las estaciones. Se cruzaban sus miradas y  todo el mundo ajeno, externo, voyeur, desaparecía.

Subió al siguiente tren. Con cuidado de no alterar la horizontalidad de la caja. El tren voló a la siguiente estación y respiró tranquila. En aquel vagón, alejándose en la distancia, luces que se encienden, oscuridad. Nuevos pasajeros. Un maletín. En el que ese día, como cada día, había fijado, distraída, su mirada.

sábado, 27 de junio de 2015

Ecos de una vampírica España

La planta estaba completamente vacía. Eran las 8am y los guardias de seguridad del edificio habían accedido a acompañarles y abrirles el portón para la mañana. La sala era amplia, una planta diáfana rodeada de ventanales altos y cierto olor a la humedad de una bonanza económica venida abajo. Eso también lo narraba en silencio el suelo, una moqueta desgarrada que dejaba entrever el suelo de parquet de madera de cerezo levantado en algunas zonas. A su alrededor, sólo el silencio, y el ocasional paso de los coches por la carretera.
La planta había tenido muchos usos antes. Era el local de celebraciones con canapés y Moët Chandon en tiempos de bullicio económico y social. Los camareros uniformados de clásico blanco y negro y pajarita deslizaban bandejas entre trajes de chaqueta y vestidos de cóctel. Alguien derramaba su copa de vino tinto a la alfombra entre risas. Los tacones pisoteaban el suelo sin piedad. Las conversaciones combinaban lo profundo con los viajes de placer a algún lugar de Tailandia. Las mujeres ostentaban sus pochettes de Marc Jacobs en sus delicadas manos ornamentadas con oro blanco y en acabado de uñas tono violín. Los hombres se atusaban el pelo y se nervaban con el precio de las acciones. El queso se servía en fuentes con salsa de trufa. Coulant de chocolate con perlas de oro. Silencio.
Era otra época, y aquella pequeña colonia empresarial había perdido su esplendor de otra era. Un inmigrante rumano tocaba el acordeón a la entrada del edificio. Era el símbolo de la economía venida abajo. 
- Imagínate la historia y entenderás que el lugar es perfecto. La luz se cuela entre las penumbras. Aquí hubo vampiros, aquellos que devoraron la sangre de sus allegados para alargar su pervivencia. Y hubo zombies, en lo que se convirtieron todos aquellos que sufrieron el ataque. 

Su voz rezumbaba en el espacio diáfano. Prosiguió.
- Es una única localización, por lo que ahorraremos costes de rodaje. Y la ambientación y la historia son perfectas. Un semibosque rodea el edificio y guarda los ecos de esas fiestas Gatsbianas, de esplendor y derroche de las clases adineradas españolas. Las de los yates en Puerto Banús y los billetes en Suiza. Las que cayeron y tuvieron que sacrificar a sus trabajadores para mantener sus empresas deficitarias a flote. 
Fue un local de fiestas. De celebraciones a lo grande. Ha sido un lugar de derrotas. De sueños estampados contra la pared de la justicia. Y sin embargo sonaba un violín... El leit motiv lejano de todos aquellos gloriosos derroches. El pianista que toca hasta que se hunde el banco. Un olor a humedad y parquet levantado.  

sábado, 20 de junio de 2015

Playa del Sardinero, Santander



Hay un lugar donde ya no se puede llegar más lejos. Donde las olas de intenso azul Atlántico chocan con violencia contra el artificio humano de hormigón que frena su asalto. A veces sube la marea con fuerza, intensa, contra las rocas y el malecón. Otras veces llegan olas mansas, azotadas por una brisa salada que recuerda que no se puede pasar más allá.
A veces el mar nos frena los pasos. La costa escarpada se eleva abriendo cabos en la costa, negándonos el paso. El mar se enfada y el viento huracanado nos recuerda que somos nosotros, contra los elementos. Las olas se enfurecen y nos retan: "cabálgame si puedes, osado". El viento nos reta a volar cometas. La arena se desplaza y se posa en nuestra piel.  
Hay un lugar en donde el azul se vuelve intenso. Donde los paisajes se cubren de un extraño tono grisáceo, donde las nubes aguardan la debilidad de un suspiro para descargar con fuerza mientras avanzan mar adentro.
Hay un lugar donde el tiempo se detiene. Aquí. 

lunes, 8 de junio de 2015

Píldoras para olvidar

Habían salido al patio. El sofocante calor del verano se apaciguaba con el silencio y la entrada de la noche. Alrededor todo era un inmenso campo en silencio, rodeado de la oscuridad y unas escasas farolas que acompañaban el desacompasado baile del viento fresco.
Antonia se solía sentar en la mecedora y balancearse, hasta lograr conciliar el sueño. Su nieta Lara se sentaba en un cojín, en el suelo del porche, a escuchar las historias de la Guerra.
A veces Antonia lloraba, por todos los que murieron, por la Memoria Histórica, por su padre, militar africanista. Otras se ponía muy contenta al recordar pequeñas cosas como el café de cafetera, su primer viaje en coche a Madrid y la puerta del Sol, las tiendas de telas de la calle Atocha, el chocolate con churros. 
Ulises a veces se despertaba y se unía a ellas, aunque Lara siempre le decía que aún era muy pequeño para las historias de la abuela Antonia, y entonces lo abrazaba muy fuerte, y ambos se volvían a la habitación en silencio.
Otras veces sólo estaban Lara y Antonia, y entonces Antonia le contaba a su nieta cosas más íntimas, como las noches que dejaba la finca para ir al señorío y la muerte de Alfonsito, el señorito que había sido el amor de su vida. Alfonsito, con los rasgos de un galán, con su torso fuerte y barba negra que estudiaba Derecho en la Universidad Complutense de Madrid, y cómo Antonia le acompañaba en su estudio en su biblioteca privada. Él le susurraba al oído las leyes, como si fueran el objeto de una intimidad entre ambos, y ella mientras cosía con las telas que le había traído de Madrid. 
A veces Antonia se quedaba en silencio, contemplando el manto de estrellas en el cielo, y Lara la oía respirar intranquila.
-¿Qué te pasa, abuela?
- ¡Ay hija! Que una a veces querría no tener tantos recuerdos aquí en el pecho- y se acercaba las manos llenas de manchas por el sol a la boca y besaba su anillo- Tantos recuerdos que duelen...
- Abuela, pero son recuerdos felices.
- Lo son, pequeña Lara, pero hay algún momento en el que a los viejos deberían darnos la única pastilla que no nos dan: la del olvido. Esa pastilla que borrara todo el dolor del pasado, todo el llanto y toda la tristeza, y nos dejara seguir adelante. Que sólo nos dejara los recuerdos buenos, que nos dejara dormir por la noche sin esta pesadumbre, sin el cielo que se nos viene encima.

Lara entonces agarraba con fuerza la mano de la anciana, y podía ver cómo se resbalaban lágrimas en sus mejillas. 

-A veces lo pienso, hija, que por qué nunca inventarán píldoras para olvidar. 
 

viernes, 5 de junio de 2015

Enlace roto

Había vuelto a desaparecer. Aunque a eso Luis ya se había acostumbrado. A veces Paula se saturaba de las largas conversaciones nocturnas, de los horarios compartidos con su mujer, de las mentiras a medias. Y entonces desaparecía, en silencio, como sin querer dejar el rastro de una existencia demasiado banal o demasiado frágil. 
Entonces Luis volvía a hacer su vida cotidiana con Helena. Apuntaba cuando debía ir a recogerla al aeropuerto con un ramo de camelias, las fechas de sus conferencias, los sitios donde estaría firmando libros por la ciudad para acercarse a sorprenderla, las cafeterías que servían tortitas con sirope de dulce de leche. 
Y en todo ese tiempo, le daba el espacio necesario a Paula para dar toda la vuelta, salir de la sombra,  desenfadarse con él y maldecirse a sí misma, y volver a escribirle. 
A veces tardaba más semanas. A veces le escribía embriagada por el alcohol. A veces era de noche, y otras de madrugada, pero Paula siempre volvía. Si no, él procuraba el encuentro casual en la cafetería donde solía sentarse a trabajar, la invitaría a una cupcake rebosante de merengue, de tarta de zanahoria y con una figurita de conejo de azúcar en la cúspide y un café con hielo. Se sentaría y charlarían, y pronto todo volvería a estar como antes.
Pero esta vez Paula no volvió. 
El vuelo de Helena salía dirección a las Américas, y no regresaría hasta después de un par de semanas. Conferencias, asesorías y nuevas capitales latinas del emprendimiento y la innovación. Luis volvió a casa y marcó el número de Paula. Se arrepintió enseguida y miró su última conexión a WhatsApp: hacía diez minutos. 
Agarró su cazadora beige y bajó a la calle. Apresurado, sorteó el tráfico en las pequeñas calles de Malasaña para llegar a la cafetería de siempre, donde JuanMi y Julia le dieron los buenos días con una sonrisa. Cuando les preguntó por Paula, le dijeron que hoy ya se había tomado el café,  para llevar y que ya se había marchado, pero no supieron decirle a dónde. 
Luis salió del bar en una mezcla entre inquietud y desasosiego. ¿Y si no la volvía a encontrar? ¿Y si desaparecía para siempre? ¿Y si le había pasado algo?
¿Y si estaba con otro?



lunes, 1 de junio de 2015

Cuando la vida se funde a negro

- ¿Alguna vez has sentido como la vida, por un momento, se funde a negro? Como en esos finales de las películas clásicas, que de repente hay un corte final, un fundido a negro, un silencio, y luego suena la música y llegan los créditos.

A mi, a veces, la vida se me funde a negro, sin avisar, y parece como si fuera el final de otra película, o de la misma, que se entrecorta. 
A veces se funde a negro y escucho voces inconexas de personas, que se mueven a mi alrededor, que piden auxilio, un vaso de agua, un teléfono, o simplemente auxilio. 
Otras veces sólo son ecos de un dolor demasiado latente, un taladro en la sien, que no cesa, que no se cansa, todos esos sonidos inconexos de la calle, el silbido del pescadero, el murmullo de los bares, el olor a café y zumo de naranja por las mañanas. 
Es una sensación extraña, porque estás y no estás. Porque tu cuerpo pesa, por la gravedad, contra el suelo, y a la vez, tu espíritu y tu mente están volando hacia otra parte, hacia un lugar diferente. Sí, sientes volar, como si parte de ti hubiera perdido la noción del peso y ascendiera sin rumbo, flotando como un globo de helio hacia el cielo azul.
A veces la vida se funde a negro y no sé cuándo y cómo voy a despertar, a volver. Y hace tiempo que aprendí a vivir en ese estado. A disfrutar cada instante de los que puedo volar. 



martes, 19 de mayo de 2015

Todos los posibles finales

Siempre había imaginado todos los posibles finales. Aparecerías con un ramo de violetas en el aeropuerto. Algo improvisado y a la vez mimosamente decorado con papel de celofán azul celeste y un lazo rosa. Me esperarías inquieto. Mirando el móvil de vez en cuando, al compás de los pasajeros distraídos que arrastran sus maletas por el suelo de cualquier aeropuerto en cualquier lugar del mundo. Y yo llegaría despistada, arrastrando una maleta que pesaba de más, e intentando pasar desapercibida entre la gente. Entonces tú me encontrarías, vendrías hacia mi con el ramo y me detendrías, me besarías muy fuerte, y me abrazarías como si de un momento a otro fuera a desaparecer. Entonces yo seguiría mi camino, en silencio, arrastrando mi pesada maleta, y tú te quedarías allí, sin entender muy bien en qué momento de nuestras vidas tomamos diferentes destinos.  

Luego, a veces, me imaginaba finales catastróficos, todo el drama de cualquier telenovela: un accidente con el coche, una desafortunada pelea al salir de un puticlub, un hospital cualquiera, un coma que termina en una lenta y agónica muerte, el olor a la UVI, los pasillos que escuchan ajenos los pasos de los zuecos ortopédicos blancos de las enfermeras, los desgarradores llantos de impotencia, la desesperación de los familiares rotos, la agonía de la espera impasible a la llegada de un nuevo día. 

 Y otras veces imaginaba una batalla final, discusiones y gritos, su ropa volando por los aires, platos rotos contra el suelo, un portazo con la rabia de un "me voy", un "no vuelvas", un "ya no te quiero". Silencio. 

 Pero las cosas nunca terminan como mi mente imaginó. El silencio lo rompía el murmullo de las conversaciones de fondo, ajenas a las dos velas que alumbraban la mesa con mantel de cuadros rojos de Vichy de una trattoria italiana frente al mar. Nunca fue el lugar más idóneo para una despedida. Tampoco lo fueron el olor a horno de leña o el susurro de la brisa marina, el vacío. Tampoco lo fueron las sonrisas cómplices. Despedidas en silencio, despedidas que no sonaban a despedidas. Dos caminos que se alejan, se desdibujan hacia horizontes infinitos. 

Dos horizontes irreconciliables, el silencio y todas las cosas que nunca dijimos, los silencios detrás de todo aquello que nos hizo tan tristes, tan malditamente miserables. Las velas sobre el mantel. No se extinguen. Y siempre queda ese recuerdo, esa absurda manera de no tener nunca las palabras exactas para decir 'Adiós'. 


lunes, 18 de mayo de 2015

Sombras

Olía a una mezcla de olor a jazmín y hierba cortada, 
mientras camino cuesta abajo por el sendero que lleva a la playa.
Bebías vino y no te importaban las luces del atardecer de aquel verano
Seguías mis huellas por la orilla, marcando el paso, haciéndome correr
Y yo me preguntaba que cuándo, que dónde y que por qué nos perdimos
entre heridas demasiado recientes y besos robados
refugiados entre sábanas blancas y persianas bajadas.

Fumabas a escondidas
y siempre me decías que era el último paquete aquel que guardabas en la guantera del coche.
Sonaba 'I want to break free' de Queen en la radio
y tú jugueteabas a fundir tu sudor con el mío.

Recuerdos borrosos, momentos felices.
Sentimientos olvidados de un pasado que fue, el eco de una sombra, un absurdo verano en el Mediterráneo.

sábado, 7 de marzo de 2015

Un recuerdo

Un recuerdo es una memoria que se resiste a ser borrada con el paso del tiempo.
Un recuerdo se nubla, se intensifica, queda latente y vuelve.
Un recuerdo vuela, para colarse en recónditos lugares
en momentos inesperados
en el tiempo.

Un recuerdo no entiende el paso del tiempo.
A veces lo capturan
en esas instantáneas
que nunca permutan.
A veces,
se lo lleva el viento
y sólo quedan los susurros toscos construidos en mi cuerpo.

Un recuerdo es caprichoso
viene a colarse entre la luz de las velas
en los más inoportunos momentos.

Un recuerdo...
Un recuerdo es una memoria que se resiste a ser borrada con el paso del tiempo.


viernes, 27 de febrero de 2015

Kiss goodbye

¿Por qué me pides que te recuerde cuando te pido que me olvides?
me quedo
sin pulso.
Nos encargamos de destruir los puentes que unían los abismos que nos separan
y ahora tú has caído y estás demasiado lejos
demasiado en desequilibrio para volver atrás
en tus palabras
en tus gestos.
y yo
solo me he reafirmado en mi locura
mía
en la que nunca más tendrás cabida
más que en este silencio
que nos separa más cada día
y me da igual
que pienses, opines, creas
porque no puedes construir si ni siquiera tienes ruinas
no tienes más que este silencio
este agua cada vez más depurada
una piel que no alcanza a tocarte.

Apuras la cerveza
pero ya es tarde
no se cuelan rayos de sol entre mis rizos
ni te pido que vuelvas
para no darnos nada.
Ni miradas ni deseo
no hay sitio para los dos.
Así que voy a hacer lo que debo
apartarte de mis labios
reencontrarme en mi otro cuerpo
el que sí 
anhela el roce de otra piel
el que me desea
incansable

el que rompe la noche, la tela, los miedos

domingo, 15 de febrero de 2015

Pollo y confesiones

Oía las voces lejanas a través de la estrecha pared que separaba el apartamento del contiguo.
Discutían. Ella a veces llegaba tarde, y él saludaba a Emilia con una sonrisa disimulada y contenida, cargado con las bolsas de la compras.
- Que tenga usted una buena noche, doña Emilia.
Y entonces cerraba la puerta tras él con el suave contoneo de una pierna, dejando a Emilia fuera de su habitáculo.
Emilia entonces acercaba su butaca a la pared, acercaba la mesita con un contoneo tembloroso, haciendo a todas esas mujeres cincuentonas maravillosas y operadas de las revistas del corazón bailar un hula hop, y se sentaba, con su lana y dos agujas, mientras escuchaba lo que la dejaba la rigidez de la pared.
A veces, él, cuando pasaba a la hora de la cena, alababa el olor que emanaba de la cocina de Emilia.
- ¡Qué bien huele, doña Emilia! ¡Qué gusto da llegar a este rellano! ¡Es usted una cocinera estupenda!
Y cuando él cerraba la puerta, Emilia también cerraba la suya, girando metódicamente la llave en la cerradura hasta encerrarse por completo. Sólo entonces se sentaba de nuevo en la butaca, respirando la delicia de olor que desprendía su guiso y que inundaba todo el piso, y entonces sacaba las fotos de militar de Manolo. ¡Qué guapo estaba Manolo! Y no estos chavales jóvenes con sus barbas desaliñadas y sus pantalones vaqueros con tenis.
Y mira que son educados, Manolo, pero esto se nota que ya no es lo que era.
Manolín viene a verme a veces, con Eugenia y los niños, pero no es lo mismo.
Te echo de menos, Manolo. Me hago vieja aquí sin ti.
Con el ruido de estos extraños aquí al lado, tan jóvenes y vitales. Tan dinámicos, siempre yendo y viniendo. El tiempo se nos pasa. Se me pasa sin tí. Y te echo de menos.
He preparado pollo en pepitoria, Manolo, tu preferido, como te gusta a ti.

lunes, 9 de febrero de 2015

Las almas de aquellas personas buenas

Se acercó a uno de los bancos de madera del extremo y dejó resbalar su bolso sobre el asiento. Dos tirabuzones negros se escapaban de su recogido y sobresalían del pañuelo turquesa y azulado que cubría su cabello. 
La Iglesia estaba en penumbra salvo las escasas velas que iluminaban los alrededores del altar y que guiaban el paso de unos intrépidos turistas equipados con potentes flashes en sus teléfonos móviles.
Se arrodilló sobre la madera, que crujió en un silencioso latido bajo sus rodillas. Respiró hondo y empezó a musitar mientras su rostro miraba al altar en el horizonte, intentando atisbar un rastro de misericordia entre la oscuridad.
A su lado, un anciano rezaba entre sollozos. Las arrugas de su rostro marcaban el paso de otros tiempos, de años felices, de otoños melancólicos y veranos soleados a la orilla de algún lugar del Mediterráneo. Juntaba sus pequeñas y torpes manos intentando sostener el pulso, de sostener la vida.
Isabel se giró a mirarlo. Sus ojos celestes se cruzaron con los almendrados ojos del anciano. Y sonrió.
La madera crujía bajo sus rodillas.
¿He pedido por todos? ¿Y por los que ya no están?
Al fondo, entre las sombras a la entrada la esperaba Fran, en silencio y escribiendo por el móvil, como si no fuera con él la cosa y todo aquel misticismo, el olor a incienso, la piedad, el amor, la esperanza y la desesperanza, los ruegos y peticiones desconsoladas, las confesiones.
Fran no creía, pero Isabel ya no recordaba cuándo ella empezó a creer. Porque en el colegio la educaron con tres misas diarias y un Ángelus nada más sentarse en el pupitre. Pero a esa edad, dicen, aún no tienes uso de razón, y coloreas angelitos y a Dios y al Espíritu Santo sin mucha conciencia real de la inmensidad y el alcance de aquellos dibujos.
A veces pensaba que la fe la había abandonado. Que Dios la había dejado de querer y por eso ya no sentía aquella fe dévota que sentía en el aulario del colegio.
No sabía por qué creía. Sólo sabía que cuando entraba en aquellos templos, con murmullos ajenos, plegarias de misericordia, anhelos, sueños y desesperanzas, podía alcanzar las almas de todas aquellas personas buenas que rezaban junto a ella. 

sábado, 3 de enero de 2015

Amanece el Atlántico

Aún no había amanecido. Las farolas respiraban su último aliento antes de extinguirse con la llegada del sol y de un nuevo día. Frente a él, la desembocadura del Duero traía aire marino frío, turbio y fétido. A su espalda, la pequeña ciudad se alzaba como un muro, con sus calles estrechas y empinadas, llenas de oscuridad y secretos. 
El puerto estaba desierto. Las bocanadas de aire se colaban entre su bufanda y el gorro de lana, entre las gafas de sol y la barba que llevaba sin afeitar desde hacía un par de semanas. 
Una gaviota volaba desde la otra orilla, empujada por el flujo de aire que traía una pequeña lancha. Eran las 5 de la mañana de un gélido 8 de diciembre, y se aproximaba a toda velocidad, con deseos de encallarse contra la orilla, una lancha a motor, que llegaba desde ningún lugar del infinito. 
La luz de una farola reverberó a sus espaldas hasta extinguirse definitivamente, con un cortocircuito que reventó el cristal que la sostenía y la protegía del clima atlántico. Oyó pasos, raudos, acercarse desde una de las laberínticas calles que llevaban a aquel lugar, de día ajetreado y turístico, de noche agonizante y misterioso.  
No se movió. 
El viento provocado por la llegada del barco se estrellaba contra él. Un aire frío y maloliente, un olor a cloacas y mar revuelto, a peces muertos que llegaban arrastrados por la corriente. Las nubes se movían en aquel incómodo amanecer en el Atlántico, revelando un cielo gris, desgarrado por fuertes rayos de naranja fuego. 
No se movió. Le salpicaron las primeras gotas de agua salada. Los marineros amarraron la lancha con un fuerte tirón. La cuerda, gruesa y mojada, rechinaba contra el metal oxidado que la mantendría unida a tierra.