Según
avanzaba por la orilla, las algas se enredaban entre los dedos de sus
pies. El mar ondeaba tranquilo, al compás del lejano susurro del
viento de poniente. A lo lejos, la neblina apenas permitía que se
atisbara el Peñón, que observaba omnipresente cada uno de sus pasos
desde la distancia. No dolía el sol, quizás porque se escondía a
ratos entre nubes inquietas.
Se
había alejado de la zona turística a conciencia. Era una cálida
mañana de martes de finales de junio pero ya se habían dejado caer
los primeros turistas con sus sombrillas, neveras portátiles,
toallas y olor a crema bronceadora para pálidos. Las familias
montaban campamentos durante los fines de semana. Dos sombrillas
techaban el cielo mientras que varias tumbonas cercaban el recinto,
cuidadosamente protegido por varios castillos de arena frente al mar,
alzados con cubos y palas y pequeñas manos.
No
olía a mar. Quizás la brisa se había llevado el característico
olor levantino mar adentro o quizás el sudor de su piel impregnaba
el ambiente volviendo todo olor ajeno imperceptible a su olfato. Sus
pasos impasibles se acercaban cada vez más al final de la playa. Se
subió las gafas de sol cuidadosamente para enganchárselas en el
pelo. El cielo se había teñido de una tonalidad absurda de
grisáceos y el sol ahora peleaba entre las nubes por recobrar su
protagonismo.
No
sonreía. Desde que había vuelto de Madrid apenas encontraba las
fuerzas de hacerlo. Alicante era la pequeña capital levantina en la
que había nacido y donde había pasado toda su infancia. Sin
embargo, apenas sentía que pertenecía a aquel lugar junto al mar.
Quizás no pertenecemos al lugar de donde venimos. O tal vez no
pertenecemos a ningún lugar: nómadas bajo las estrellas al compás
de los sinceros latidos de nuestro corazón. En verano Alicante se
llenaba de forasteros y aquello la hacía sentir más fuera de lugar
aún. Recordaba sus rizos rubios al aire, su granja de Playmobil que
solía llevar a la playa, las piernas de su madre en aquella foto al
borde del mar. Nunca había estado allí. Los recuerdos se
difuminaban con cada paso presente. El pasado, como el futuro,
parecían tan solo artificio de una Polaroid mal calibrada. Y sin
embargo, no borraba el pasado reciente (casipresente), que la
acechaba con felices imágenes de manos entrelazados, de ojos
cansados de desearse tanto, de la luz de unas velas.
Las
olas rompían contra sus tobillos mientras permanecía mirando el
horizonte. Lo había hecho tantas otras veces... Es absurdo
preguntarle al cielo. Pero más absurdo es esperar que responda.