Siempre había imaginado todos los posibles finales.
Aparecerías con un ramo de violetas en el aeropuerto. Algo improvisado y a la vez mimosamente decorado con papel de celofán azul celeste y un lazo rosa. Me esperarías inquieto. Mirando el móvil de vez en cuando, al compás de los pasajeros distraídos que arrastran sus maletas por el suelo de cualquier aeropuerto en cualquier lugar del mundo.
Y yo llegaría despistada, arrastrando una maleta que pesaba de más, e intentando pasar desapercibida entre la gente. Entonces tú me encontrarías, vendrías hacia mi con el ramo y me detendrías, me besarías muy fuerte, y me abrazarías como si de un momento a otro fuera a desaparecer.
Entonces yo seguiría mi camino, en silencio, arrastrando mi pesada maleta, y tú te quedarías allí, sin entender muy bien en qué momento de nuestras vidas tomamos diferentes destinos.
Luego, a veces, me imaginaba finales catastróficos, todo el drama de cualquier telenovela: un accidente con el coche, una desafortunada pelea al salir de un puticlub, un hospital cualquiera, un coma que termina en una lenta y agónica muerte, el olor a la UVI, los pasillos que escuchan ajenos los pasos de los zuecos ortopédicos blancos de las enfermeras, los desgarradores llantos de impotencia, la desesperación de los familiares rotos, la agonía de la espera impasible a la llegada de un nuevo día.
Y otras veces imaginaba una batalla final, discusiones y gritos, su ropa volando por los aires, platos rotos contra el suelo, un portazo con la rabia de un "me voy", un "no vuelvas", un "ya no te quiero". Silencio.
Pero las cosas nunca terminan como mi mente imaginó. El silencio lo rompía el murmullo de las conversaciones de fondo, ajenas a las dos velas que alumbraban la mesa con mantel de cuadros rojos de Vichy de una trattoria italiana frente al mar. Nunca fue el lugar más idóneo para una despedida. Tampoco lo fueron el olor a horno de leña o el susurro de la brisa marina, el vacío. Tampoco lo fueron las sonrisas cómplices. Despedidas en silencio, despedidas que no sonaban a despedidas. Dos caminos que se alejan, se desdibujan hacia horizontes infinitos.
Dos horizontes irreconciliables, el silencio y todas las cosas que nunca dijimos, los silencios detrás de todo aquello que nos hizo tan tristes, tan malditamente miserables. Las velas sobre el mantel. No se extinguen. Y siempre queda ese recuerdo, esa absurda manera de no tener nunca las palabras exactas para decir 'Adiós'.