sábado, 24 de noviembre de 2012
Mandarinas y otras distracciones
Me sentía cómoda en ese otoño tan amarillo, en el que las hojas habían caído tardías a finales de noviembre. Las aceras estaban plagadas de un elegante manto de hojas humedecidas por la lluvia caprichosa, que caía lunes, jueves y domingos. Apenas llovía una hora, pero era suficiente para que el pavimento se mantuviera siempre en una constante resbaladiza.
Se me empezaban a quedar las manos frías, como siempre que bajan las temperaturas, y buscaba una manera de enredar mis dedos en su mano, algo más grande, para protegernos del frío. Caminábamos por la Calle Mayor entre un quizás y el desacompasado caminar de mis caderas, tan pegadas a su cuerpo. Él sonreía. Me miraba a los ojos y pude entrever alguna de las razones que una vez me llevaron a sus labios.
El bar era un pasillo de pequeñas luces de colores. Sin velas, pero suficientemente acogedor como para no perdernos en desconexiones ajenas. No sé si era yo, o parecía que todo empezaba a verse con más claridad. O quizás no, estratega. Me senté sobre su muslo derecho y me abracé, intentando contener las lágrimas. Tenía demasiadas ganas de llorar, había estado demasiado perdida, y él demasiado ausente. "No pienses, no llores, no ahora".
Reviví el olor de su cuerpo, el tacto de sus caricias que, por esta vez, no se enredaban en mi pelo. Mis dedos, entre tanto, se entretenían pelando y desgajando una mandarina que repartía entre su boca y la mía. Despacito, que no quería que soltara mi cuerpo. No recuerdo que se encendió en él. Me besó, entre gajo de mandarina y risas. En ese instante nos volvimos impermeables al tiempo, a los quizás, a los silencios.
viernes, 16 de noviembre de 2012
Mientras duermes
Seguramente lo hiciera mientras duermes. Me enfudaría los vaqueros, y se me engancharían tontamente en el gemelo, como siempre. Te darías una vuelta buscando mi cuerpo a tu lado en la cama, pero te reconfortarías al no saber si estamos en Madrid. El jersey me devolvería el calor que habría perdido desde que salí de tu cama. Y pensaría una y mil veces volver a desvestirme, agarrarte la mano, acoplarme entre tu cuerpo, entre tus sábanas. Sería demasiado ruidoso calzarme ya los tacones. Andaría de puntillas por el pasillo, con los pies fríos, hasta la entrada. Me quedaría por unos instantes allí en el hall, esperando, a ver si te dabas cuenta de que había desertado mi huequito en tu cama, por si pasabas la mano por las sábanas buscando mi piel, por si...
Dos coches pitarían y me olvidaría de los por si acasos. Creo que no me olvidaría de las dudas, de tus palabras, de tus marcas en la piel. Me vendrían a la memoria las mil y una imágenes de lo rápido que ha pasado todo, de lo que habría sido, de los quizás, del futuro. Y allí, en medio de la oscuridad, encima de unos tacones de 15 centímetros, me plantearía otra vez si seguir la dirección hacia la puerta o si volver en el sentido contrario, quitarme los tacones, el jersey y que los vaqueros se me engancharan otra vez en el gemelo...
Dos coches pitarían y me olvidaría de los por si acasos. Creo que no me olvidaría de las dudas, de tus palabras, de tus marcas en la piel. Me vendrían a la memoria las mil y una imágenes de lo rápido que ha pasado todo, de lo que habría sido, de los quizás, del futuro. Y allí, en medio de la oscuridad, encima de unos tacones de 15 centímetros, me plantearía otra vez si seguir la dirección hacia la puerta o si volver en el sentido contrario, quitarme los tacones, el jersey y que los vaqueros se me engancharan otra vez en el gemelo...
domingo, 4 de noviembre de 2012
Escenario
Era tarde. Quizás demasiado tarde para no considerarse pronto. La oscuridad había sido violada por la tenue luz de cinco farolas que se extendian por las alturas de la calle Atocha. La niebla se fundía con la oscuridad y las nubes de lluvia, difuminando un escenario de comic de detectives. No era gris- sería demasiado atrevido aventurarse a definir un solo color dentro de aquella gama. Era más bien una noche iluminada, acompasada por una banda sonora de gotitas de lluvia que se revolvía a su antojo: al principio gotas ligeras, suaves, que caían debilitadas contra el asfalto, contra los coches, contra el techo de cristal de una parada de autobús.
Avanzaba el reloj inmutable, las luces de los coches alumbraban la calle, las gotas intensificaban su compás y fuerza. Otra. y otra. y otra. Sobre las aceras, sobre las farolas, sobre tí. Gabardinas largas y tacones altos, sombreros de copa beige, un paragüas roto. Yo montaría otra escena. Puede que porque nunca me atreví a cantar bajo la lluvia: se me traban los acordes entre la lengua, se me amontonan los tonos entre los dedos fríos.
Quizás pararía un taxi. Sí. Con unos cuántos individuos dentro que se revuelven para salir del asiento trasero. Una chica, que apenas camina sobre unos altísimos tacones, un chico en deportivas, otro chico moreno, que pone una gorra de béisbol al salir. Un policía aparca justo en el borde de la calzada mientras ellos salen. Se ajusta la chaqueta y observa. Sus botas negras pisan la lluvia ya constante. No están allí. Quizás siga su camino por la autovía, buscando algún lugar abierto para almorzar a las seis de la mañana. El cielo sigue encapotado. Los tres individuos se tambalean hacia un portal, el portal de un hotel. La chica se tropieza, entre risas, con la cola de su vestido... Caminan despacio, le alargan el brazo y se alejan agarrados.
El autobús se acercaba a la rotonda. La lluvia era ya una monotonía constante. Entre el murmullo incoherente se intuye un ligero suspiro.
Avanzaba el reloj inmutable, las luces de los coches alumbraban la calle, las gotas intensificaban su compás y fuerza. Otra. y otra. y otra. Sobre las aceras, sobre las farolas, sobre tí. Gabardinas largas y tacones altos, sombreros de copa beige, un paragüas roto. Yo montaría otra escena. Puede que porque nunca me atreví a cantar bajo la lluvia: se me traban los acordes entre la lengua, se me amontonan los tonos entre los dedos fríos.
Quizás pararía un taxi. Sí. Con unos cuántos individuos dentro que se revuelven para salir del asiento trasero. Una chica, que apenas camina sobre unos altísimos tacones, un chico en deportivas, otro chico moreno, que pone una gorra de béisbol al salir. Un policía aparca justo en el borde de la calzada mientras ellos salen. Se ajusta la chaqueta y observa. Sus botas negras pisan la lluvia ya constante. No están allí. Quizás siga su camino por la autovía, buscando algún lugar abierto para almorzar a las seis de la mañana. El cielo sigue encapotado. Los tres individuos se tambalean hacia un portal, el portal de un hotel. La chica se tropieza, entre risas, con la cola de su vestido... Caminan despacio, le alargan el brazo y se alejan agarrados.
El autobús se acercaba a la rotonda. La lluvia era ya una monotonía constante. Entre el murmullo incoherente se intuye un ligero suspiro.
viernes, 2 de noviembre de 2012
Asesinos
Ese maldito miedo que tienen los medios a llamar las cosas por su nombre.
El caso de "El Salobral"
El caso de "El Salobral"
El
tema se trata a modo de novela policíaca, y el autor siempre busca
posicionarse desde el punto de vista del asesino. El caso de El
Salobral
contiene cantidad de elementos de los que sacaría muy buen provecho
Truman Capote: una relación ilegítima de enorme diferencia de edad,
una menor de por medio, un francotirador, un pequeño pueblo rural de
Castilla...
No
existe justificación alguna para un asesinato.
Nunca la hay: ni un móvil, ni un “crimen pasional”(“Mi hijo
estaba loco de amor por Almudena". (El
Mundo,
24/10/12)) en términos franquistas, ni sirve pedir perdón luego,
que parece ser la moda recientemente en España. Sin embargo, el
tratamiento mediático que se hace de este tipo de crímenes siempre
nos posiciona, aunque seamos inconscientes de ello, desde el ángulo
del hombre que, por cierto, siempre termina suicidándose. Los
medios son machistas. Y esto es
un hecho desde el momento en el que se describe al asesino: “Es un
hombre
cazador,
con licencia de armas, y estaría fuertemente armado”
(22/10/12, ABC),
“El presunto asesino, de 39 años, que iba armado con un fusil y
una pistola y era un excelente tirador” (El
País 22/10/12). Son
datos al fin y al cabo, irrelevantes. No necesitamos un perfil
psicológico del asesino, porque eso conlleva una justificación. No
se trata de buscar una explicación, de clasificarlo como
“perturbado” y dejar pasar el tiempo hasta que, de nuevo, otro
“perturbado” vuelva a asesinar a su pareja o expareja, y entonces
volvamos a indagar en si la vida de ese señor era o no era plena y
en si esa mañana había desayunado Corn Flakes de marca blanca con
leche entera o semidesnatada. Eso lo hace la ficción, y ésto, ésto
es una realidad demasiado grande como para banalizar acerca de ella.
Este
último crimen, por sus características determinadas, ha permitido
aún más construcción morbosa de la historia. El hecho de que
ocurriera en un ámbito rural
le confiere una determinada categoría. Se trata de un ámbito
cercano, en el que las familias y convecinos se conocen, y en el que
un asesinato se torna tragedia. Varios medios hablan de “la
psicosis de la gente”, describen al asesino por cómo se le conocía
en El Salobral
(“El Fraguel”), farfullan sus opiniones acerca de él, de la
chica, de la familia, de la relación entre ambos... Aportan todo
dato y conjetura que puedan considerar relevante...“Alfaro
sembró el pánico en el pueblo”. ¿Qué mejor manera de pasar la
semana tendría este pueblo de Castilla que con el alboroto constante
de policías- El Mundo
nos recuerda que “más de medio centenar de vecinos se agolpan en
la zona para seguir la operación policial”- y medios de
comunicación? Los medios hacen que este pueblo exista en el
imaginario colectivo.
Otra
característica vital en este relato es las condiciones de la
relación amorosa: la
diferencia de edad es el principal handicap, al que se une que ella
(la “niña”) era menor (aunque muy desarrollada) y gótica.
Demasiados elementos jugosos para que el drama sea un espectáculo
que oculta el principal problema: el asesinato de este tipo se
produce porque el agresor, en un momento dado, llega a creer que la
mujer es una posesión: “Para entonces el mecánico de El Salobral
ya la consideraba como una posesión, según explican algunos
vecinos, que ven en ello la explicación de los acontecimientos. “
(23/10/12, ABC). Entonces descubrimos que en El
Salobral,
la gente cuchicheaba por las esquinas acerca de la pareja, que la
familia, desestructurada (¿cómo no?), no aceptaba la relación
entre ambos aunque existiera el consentimiento de la víctima. ¿Dónde
están los culpables? Se
preguntan los medios. ¿Fue una negligencia de “El Fraguel”? ¿Una
irresponsabilidad de los padres? ¿Una historia cargada de morbo? ¿La
niña era provocadora y desafiante?
Este
tema, sin embargo, ha desembarcado en otro que sí puede resultar muy
interesante: la edad de consentimiento en España. “La edad de
consentimiento sexual en España es
la más baja de Europa.
En Alemania y Portugal está en los 14 años, en Francia se sitúa en
los 15 y en Reino Unido en los 16” (23/10/12, ABC). Indagar
es el primer paso para tomar acciones que frenen el problema en un
futuro.
Las claves en casos como éste radican más en alertar de una
situación que en narrarla “como una historia”- no nos importa si
“la noche de los dos asesinatos era oscura y llovía a mares” (El
País,
22/10/12) - con profundización psicológica en los protagonistas (la
joven de 13 años era gótica e incomprendida por sus compañeros de
instituto). La labor de los medios debería orientarse a la
concienciación para evitar que se produjeran más casos de violencia
de género. Ya está presente en el imaginario colectivo el esquema
asesinato- suicidio y el número de atención a las víctimas. En
este tipo de casos no basta con informar, ni el tratamiento adecuado
es convertir los hechos en un caso para que Grissom (CSI) lo resuelva
en el próximo capítulo. La responsabilidad social, la labor de
servicio para el ciudadano que deberían ejercer los medios es de
educar, concienciar
y alertar.
En muchos casos ni siquiera se respeta la intimidad del funeral de
las familias, y se cuela un micro buscando un total en el que los
familiares narren trapos sucios, sentimientos complejos, anécdotas
irrelevantes. Se ha perdido esa condena de intolerancia ante un
asesinato convirtiéndolo en banal (sección de Sociedad),
la psicología barata pervierte al espectador que quiere saber más
acerca del asesino, en vez de ensombrecer su figura hasta
avergonzarlo.
En
este sentido la publicidad
está a años luz del periodismo. Durante los años 2004-2011, el
Ministerio de Igualdad del Gobierno del PSOE lanzó una serie de
campañas (aglutinadas bajo el título “Ante el maltratador,
tolerancia cero”) cuya principal función era solucionar el
problema que mostraban los medios: “ésta es la vigésimo primera
víctima de violencia de género a manos de su expareja en lo que
llevamos de año”. El periodismo lo deja ahí y es donde retoma la
labor la publicidad. La pasividad ante los hechos se vence con una
publicidad que insta a la acción: “Mamá, actúa” o “conozco
mis derechos, no se te ocurra levantarme la mano” decían anuncios
del Ministerio de Igualdad en 2009. Asimismo, otros importantes
agentes mediáticos como pueden ser cantantes (Bebe, Alejandro Sanz,
Leona Lewis, Pink...) aprovechan su tirón mediático para lanzar un
mensaje y animar a las mujeres a romper con el silencio y denunciar a
sus parejas.
No es que en los últimos años hayan aumentado las víctimas, es que
ahora tienen visibilidad. Aún existe mucha resistencia, demasiado
miedo a ser la próxima noticia, a desaparecer tras realizar esa
llamada. Los Telediarios no reconfortan, sino que siembran el caos.
Los futuros asesinos se identifican con “ese hombre popular” que
sale en televisión. El impacto se alivia. Desde luego no es la
manera de avanzar en soluciones.
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