miércoles, 3 de julio de 2013

Dictadura del tiempo

La luz del muñeco se volvió verde, y los números luminosos entonaban una cuenta atrás en segundos. Él se aproximó al paso de cebra silencioso, pero ante su presencia, los inquietos viandantes le abrieron hueco hasta la primera fila.
Dio su primer paso en el asfalto gris, que ardía aquel caluroso día de julio madrileño. Uno. El muñeco brillaba verde resplandeciente al otro lado, en la meta. Dos.
Años atrás, había sufrido un desafortunado accidente que dejó paralizadas sus piernas y destruida su carrera como velocista internacional. No había sido una lesión, como a la mayoría de los de su especie, que por desgaste terminan despidiéndose del deporte.
Los médicos vaticinaron que no volvería a andar, y dos años después, tras fisioterapeutas y rehabilitaciones, pudo de nuevo apoyar todo el pie sobre el suelo. Un sueño, o quizás no tanto.
Para alguien que ha corrido, pensar en empezar a andar, un aprendizaje inverso y frustrante. Cuatro- tres- dos... Apretó el paso, lo más que permitían sus limitadas posibilidades, y se vio en medio de la Gran Vía, con su muleta agarrada de la mano izquierda, la frente sudorosa, y varias líneas blancas aún por atravesar.
Pitaron, y pese a su gloriosa voluntad, sus piernas recién revividas no respondían a la velocidad que acostumbraba. Recordó tiempos mejores, en los que en menos de un segundo habría atravesado aquella calle tan concurrida, y miró al sol, al cielo, y de nuevo al asfalto. El muñeco de enfrente le miraba enfadado en rojo hasta que una chica se acercó, lo agarró de la cintura y apretaron el paso ambos a la par hasta la acera... Treinta segundos, pensó, y, volviendo la vista atrás, pensó en el tiempo, en la horrible dictadura del tiempo.