viernes, 27 de febrero de 2015

Kiss goodbye

¿Por qué me pides que te recuerde cuando te pido que me olvides?
me quedo
sin pulso.
Nos encargamos de destruir los puentes que unían los abismos que nos separan
y ahora tú has caído y estás demasiado lejos
demasiado en desequilibrio para volver atrás
en tus palabras
en tus gestos.
y yo
solo me he reafirmado en mi locura
mía
en la que nunca más tendrás cabida
más que en este silencio
que nos separa más cada día
y me da igual
que pienses, opines, creas
porque no puedes construir si ni siquiera tienes ruinas
no tienes más que este silencio
este agua cada vez más depurada
una piel que no alcanza a tocarte.

Apuras la cerveza
pero ya es tarde
no se cuelan rayos de sol entre mis rizos
ni te pido que vuelvas
para no darnos nada.
Ni miradas ni deseo
no hay sitio para los dos.
Así que voy a hacer lo que debo
apartarte de mis labios
reencontrarme en mi otro cuerpo
el que sí 
anhela el roce de otra piel
el que me desea
incansable

el que rompe la noche, la tela, los miedos

domingo, 15 de febrero de 2015

Pollo y confesiones

Oía las voces lejanas a través de la estrecha pared que separaba el apartamento del contiguo.
Discutían. Ella a veces llegaba tarde, y él saludaba a Emilia con una sonrisa disimulada y contenida, cargado con las bolsas de la compras.
- Que tenga usted una buena noche, doña Emilia.
Y entonces cerraba la puerta tras él con el suave contoneo de una pierna, dejando a Emilia fuera de su habitáculo.
Emilia entonces acercaba su butaca a la pared, acercaba la mesita con un contoneo tembloroso, haciendo a todas esas mujeres cincuentonas maravillosas y operadas de las revistas del corazón bailar un hula hop, y se sentaba, con su lana y dos agujas, mientras escuchaba lo que la dejaba la rigidez de la pared.
A veces, él, cuando pasaba a la hora de la cena, alababa el olor que emanaba de la cocina de Emilia.
- ¡Qué bien huele, doña Emilia! ¡Qué gusto da llegar a este rellano! ¡Es usted una cocinera estupenda!
Y cuando él cerraba la puerta, Emilia también cerraba la suya, girando metódicamente la llave en la cerradura hasta encerrarse por completo. Sólo entonces se sentaba de nuevo en la butaca, respirando la delicia de olor que desprendía su guiso y que inundaba todo el piso, y entonces sacaba las fotos de militar de Manolo. ¡Qué guapo estaba Manolo! Y no estos chavales jóvenes con sus barbas desaliñadas y sus pantalones vaqueros con tenis.
Y mira que son educados, Manolo, pero esto se nota que ya no es lo que era.
Manolín viene a verme a veces, con Eugenia y los niños, pero no es lo mismo.
Te echo de menos, Manolo. Me hago vieja aquí sin ti.
Con el ruido de estos extraños aquí al lado, tan jóvenes y vitales. Tan dinámicos, siempre yendo y viniendo. El tiempo se nos pasa. Se me pasa sin tí. Y te echo de menos.
He preparado pollo en pepitoria, Manolo, tu preferido, como te gusta a ti.

lunes, 9 de febrero de 2015

Las almas de aquellas personas buenas

Se acercó a uno de los bancos de madera del extremo y dejó resbalar su bolso sobre el asiento. Dos tirabuzones negros se escapaban de su recogido y sobresalían del pañuelo turquesa y azulado que cubría su cabello. 
La Iglesia estaba en penumbra salvo las escasas velas que iluminaban los alrededores del altar y que guiaban el paso de unos intrépidos turistas equipados con potentes flashes en sus teléfonos móviles.
Se arrodilló sobre la madera, que crujió en un silencioso latido bajo sus rodillas. Respiró hondo y empezó a musitar mientras su rostro miraba al altar en el horizonte, intentando atisbar un rastro de misericordia entre la oscuridad.
A su lado, un anciano rezaba entre sollozos. Las arrugas de su rostro marcaban el paso de otros tiempos, de años felices, de otoños melancólicos y veranos soleados a la orilla de algún lugar del Mediterráneo. Juntaba sus pequeñas y torpes manos intentando sostener el pulso, de sostener la vida.
Isabel se giró a mirarlo. Sus ojos celestes se cruzaron con los almendrados ojos del anciano. Y sonrió.
La madera crujía bajo sus rodillas.
¿He pedido por todos? ¿Y por los que ya no están?
Al fondo, entre las sombras a la entrada la esperaba Fran, en silencio y escribiendo por el móvil, como si no fuera con él la cosa y todo aquel misticismo, el olor a incienso, la piedad, el amor, la esperanza y la desesperanza, los ruegos y peticiones desconsoladas, las confesiones.
Fran no creía, pero Isabel ya no recordaba cuándo ella empezó a creer. Porque en el colegio la educaron con tres misas diarias y un Ángelus nada más sentarse en el pupitre. Pero a esa edad, dicen, aún no tienes uso de razón, y coloreas angelitos y a Dios y al Espíritu Santo sin mucha conciencia real de la inmensidad y el alcance de aquellos dibujos.
A veces pensaba que la fe la había abandonado. Que Dios la había dejado de querer y por eso ya no sentía aquella fe dévota que sentía en el aulario del colegio.
No sabía por qué creía. Sólo sabía que cuando entraba en aquellos templos, con murmullos ajenos, plegarias de misericordia, anhelos, sueños y desesperanzas, podía alcanzar las almas de todas aquellas personas buenas que rezaban junto a ella.