martes, 23 de septiembre de 2014

Leche y canela

Cinco campanadas lo despertaron de su profundo y reparador sueño. La habitación estaba oscura, y ella respiraba despacio a su lado, como siempre que él se despertaba sobresaltado en mitad de la noche. Ella se removió entre las sábanas, pero volvió a girarse y a volver a respirar, inhalando hasta llenar los pulmones. 
Se levantó y, descalzo por aquel suelo de frío mármol, fue hasta la cocina. El reloj de la cocina corroboraba lo que las campanadas habían anunciado. La luna se colaba por la ventana entre la oscuridad de los edificios, atravesando las filas de ropa tendida en el patio interior hasta esa quinta planta de la Avenida Herrera Oria. 
Abrió la nevera y la luz del fosforescente alumbró la habitación, haciendo ecos de la luna. Cogió el cartón de leche y lo virtió en un vaso de cristal. Con la espalda apoyada en la puerta de la nevera bebió, en silencio, mientras su mente volvía años atrás...

-Un vasito de leche, Jorge, y a dormir.
- ¿Con canela?
- Si, con azúcar y canela. Leche preparada. Y ya verás qué bien concilias el sueño.
Su madre lo sentaba en la mesa de madera de roble la cocina y las piernecitas, llenas de arañazos y moratones, le colgaban. Le gustaba tomarse el vaso de leche con su madre para conciliar el sueño porque era el único momento en el que estaba solo con ella: sus hermanos mayores ya dormían, su padre estaba viendo la televisión en el salón, y la madre solía preparar cosas en la cocina para los días siguientes. Entonces Jorge se levantaba, descalzo, e iba a paso sigiloso hasta la cocina. Su madre le acariciaba el pelo y le decía que se acostara pronto, que a la mañana siguiente tendría sueño. Pero no le importaba tener sueño porque estaba allí con mamá, y se sentía único, por unos breves instantes, cuando todos dormían y él se manchaba un gracioso `bigote` blanco y relamía la canela de la comisura de sus labios. 
Luego, se iba despacio, dándole las buenas noches a su madre, y diciéndole que "soñara con los angelitos". 

A veces, cuando se levantaba con insomnio por las noches, mientras Sara dormía a su lado, pensaba en esos vasos de leche con canela. En su madre, en la vida en el campo y las campanadas de la pequeña iglesia del pueblo. Y luego miraba la luna y se daba cuenta de que le faltaba algo. Le faltaba algo, y es que, otra vez, se había olvidado de echar canela. 

  

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Repentino y caprichoso destino


Ante sus ojos se alzaba la inmensidad de la pirámide de cristal, el símbolo que distinguía al Louvre del resto de París. Llovía, a ratos, una llovizna ligera y molesta a partes iguales propia del mes de abril. El cielo se debatía entre las nubes grises y los claroscuros, entre los halos de sol y el celeste agrisado que le daba un aspecto sombrío a la ciudad.

El Louvre le había parecido interminable. Había buscado pintura holandesa y se había perdido entre clásicos inagotables y estatuas neoclásicas hasta llegar a esos cuadros concretos, alejados de muchedumbres y turistas japoneses.

Tenía dieciocho años y toda una vida por delante. Y allí estaba, sola ante el Louvre, arrastrando sus pequeños zapatos de tacón en busca de cuadros concretos y peculiares. Estaba una semana en París, de visita y deambulaba las calles descubriendo la capital de la moda europea, porque, ella quería ser diseñadora.

Diseñadora de pasarela, de los trajes esos que sacaban siempre en la tele, de vestidos de cola largos, de volantes, de corpiños rojos de ritmos vertiginosos, de encajes y tela de tutú. A menudo soñaba con ver sus pequeños bocetos convertidos en prendas que descendían desde unas escalinatas entre focos y flashes incesantes de fotógrafos. Viajaría de París a Nueva York, de Milán a Hong Kong. Se pondría esas gafas oscuras de actriz de cine y se escondería para ver, en la clandestinidad, cómo se disfrutaban sus diseños.

Las gotas de lluvia la alejaron de su ensoñación en el patio del Louvre, algo que no había conseguido ni el ajetreo de turistas ni las llamadas que había recibido al móvil, que vibraban a la espera de que las abriera.
"No me coges. Saldré pronto. Nos vemos después de comer. ¿Sabrás llegar sola a casa?"

Se quedó en silencio bajo la ligera lluvia y lo pensó. Estaba sola. Pasaba casi todos los días casi completamente sola en París, y, sin embargo, no sentía miedo ni soledad. La ciudad era abrumadora, con sus infinitos museos y rincones, con sus agradables cafeterías que se asomaban al Sena, con sus catedrales frías y sus avenidas infinitas. Recorría la ciudad en deportivas y con la sola compañía de sus pensamientos y un mapa.

Estaba en París con su prometido, banquero hispano que había tenido que mudarse a la capital francesa por trabajo, y disfrutaba de sus momentos de soledad mientras él trabajaba haciendo de descuidada turista. Luego, orientándose con el mapa, lograba llegar a donde se encontrarían, cuando él saliera, con pocas ganas de ver museos y de llevarla de turismo al Pompidou.

Ceci n'est pas un pipe. Comía en las deliciosas boulangeries, algo rápido, para poder seguir su tour hacia el Barrio Latino o el Montmatre, lugares que jamás visitaría con él por alejarse de los estándares de la lujosa zona de La Defénse en la que vivía.

Se habían prometido un año antes, cuando ella estaba a punto de cumplir la mayoría de edad, y parecía que, pese a la diferencia de edad (él recién aterrizado en la treintena), los años que llevaban citándose, primero clandestinamente, y luego ya públicamente, habían concluido con lo que, a juicio de Salva, era lo "lógico y racional": casarse con la mujer de su vida. Luego a él lo trasladaron a París, con un puesto que mejoraba con creces sus mejores expectativas, y mientras, ella soñaba despierta con ser una aclamada diseñadora de moda.

Se mudaría enseguida y empezaría sus estudios en la École de la Chambre de la Couture, el prestigioso centro de diseño, y ya emprenderían una vida juntos.

Pero las circunstancias de la vida, al final, giran los planes, y ella sí se mudaría a París, pero para dedicar su formación a las Science Po, ciencias políticas. Era finales de abril, y aún su prometido no sabía nada de este repentino cambio de planes.

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La luz de una vela iluminaba la pequeña mesa redonda que los enfrentaba. Bebían vino rosado de una copa, ella a sorbitos, devolviéndola despacio a su lugar silencioso encima del mantel burdeos. El tránsito de París se sentía como un zumbido perenne al que ella no llegaba a acostumbrarse. Lucía el anillo de oro blanco en sus dedos finos, que enredaba en tirabuzones mientras le dedicaba una mirada felina y enmarcada por el rímmel. Había aprendido a hacerlo: a seducir. En la universidad aprendió la sensualidad que en su inocencia de primeros años de casada le faltó. Se pintaba los labios de rojo y fumaba, dejando su beso sellado en el cigarrillo. Exhalaba el humo despacio. Había aprendido a mirar, con una mirada arriesgada y decidida, a su marido. Agarraba su copa (ya no la sostenía), y pedía siempre que la dejara apoyarse en su hombro para mantener el equilibrio frente a los tacones.

Luego, a solas bajo la lluvia, se los quitaba y reía, en el juego de luces que se atisbaba entre las gotas. Y él reía también, y pensaba en lo feliz que lo hacía esa chica, y en la fantástica decisión que tomó de traérsela a París.

Pero a veces, de vez en cuando, la sentía lejos. La sentía lejos cuando se despertaba antes que ella, la oía respirar y sentía cada latido de su corazón, pero ella estaba en otros lugares, lejos de allí. Así pasaba las dos horas antes de que ella se despertara los domingos: la observaba. La observaba dormir, con los escasos rayos de sol que se colaban entre sus cortinas. A veces, incluso se soltaba de su pequeña mano para levantarse y observarla, y observarla hasta inmortalizar ese momento y cada gesto de su cara, hasta que ella, ajena a todo, despertaba para encontrar el desayuno preparado sobre el mantel de vichy.

No sabía cómo, pero algo los había ido alejando, paulatina y lentamente y él, que ya estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta, se negaba a dejarla escapar entre sus dedos...

viernes, 12 de septiembre de 2014

Imagine strangers

“I began to like New York, the racy, adventurous feel of it at night, and the satisfaction that the constant flicker of men and women and machines gives to the restless eye. I liked to walk up  Fifth Avenue and pick out romantic women from the crowd and imagine that in a few minutes I was going to enter their lives, and no one would ever know or disapprove. Sometimes, in my mind, I followed them to their apartments on the corners of hidden streets, and they turned and smiled back at me before they faded through a door into warm darkness”

F.Scott Fitzgerald. The Great Gatsby.


I guess, that's just how it all gets started. Imagination. Gathering up details carefully observed or unintentionally seen on a routinary bus one afternoon. A catch up phrase. A stare. A tattoo in the wrong place. The biting on that inferior lip. The book she was reading, which evaded from all the movement around her, or even the uncomfortable pushing around of people in the underground.

The smell of fresh made pizza pouring out onto the streets. The scent of fruits been stacked up early morning, just arriving from the truck when lights are still off. Eau de cologne. The unmissable odour of desire. 

The darkness of a summer night, but still a full moon to light them. Laughing from a teenage crowd. She twisted her ankle (oh hell!). The oven and a smell of chocolate brownie, the taste of guilty pleasures. Take away coffee, please, Ariana, no sugar. Thanks. 7.30 rush.

Life just walks by besides us. Details. Facts. Parts of missing conversations. Puzzles from everyday life. That's just the best plot, isn't it? Life.  


martes, 9 de septiembre de 2014

Hyde Park, otoño 2010

La empujó hacia la esquina del banco. Al otro extremo, un anciano japonés leía, con gafas de montura inexistente, con aquel jardín real de fondo. Estaba entrando el otoño y las hojas empezaban a amarillear en las copas de los árboles.
El césped se extendía infinito, mantos de verde sobre kilómetros, los caballos aún galopaban sobre caminos de barro y grava, haciéndonos retroceder varios siglos. 
Escondido en un remoto rincón se halla el pequeño Peter Pan, pequeño testigo de la rapidez con la que trasciende la naturaleza al paso del tiempo. Su mirada inquieta se extiende sobre el lago, hacia un horizonte indefinido, esperando que los viandantes se detengan a ponerle un brazo sobre el hombro.

El anciano pasó la página casi sin parpadear. Un ligero aire agitó durante una milésima de segundo el árbol que los resguardaba. La pareja se levantó. Ella se abotonó el abrigo beige y él se quitó las gafas para guardarlas en el estuche. Se dirigieron hacia el este, persiguiendo unos cisnes que habían escapado del riachuelo y cruzaron la carretera. 
Eran las cuatro y treinta y tres minutos y caía el sol de la tarde en aquel mes de octubre. Reflejos anaranjados, rosas y azules se vertían en el óleo en que se había convertido aquel lago. Por los caminos de asfalto, patinadores en línea practicaban acrobacias entre conos de plástico de colores flúor. El sonido del choque de las delgadas ruedas con el asfalto era el rumor de una erre constante, que alteraba la calma perenne de aquel romántico jardín del Edén. A la orilla de las aguas, un enorme bar tenía bien guardados los secretos de la tarde que se acaba. Como un abanico que se despliega, sus cristaleras se abalanzaban sobre las aguas, y el humeante té sabor melocotón y la compañía componían la postal de aquella tarde, en aquel parque, a dónde tardarían años en volver.

martes, 2 de septiembre de 2014

Rosa blanca

Había dejado el papel encima de la mesa, pero al salir se arrepintió y lo recogió, con prisa.
Se puso encima la chaqueta del chándal y salió, sin rumbo, a perderse en ninguna parte rodeado de extraños.
"Te quiero. Creo que ha llegado el momento. Estoy preparado."
Las palabras rezumbaban en su cabeza como ecos, hasta convertirse en un tantra insoportable. Lo externo se rozaba contra su piel: el bullicio del puesto de rosas, el pescadero sordo que hablaba a gritos, los murmullos y risas estridentes del bar de la esquina.
Apretó la nota muy fuerte entre sus manos, la estrujó y la convirtió en bolita, la jugó con sus dedos.
Habían empezado a salir hacía un año. Ella era pediatra, licenciada hacía tres años, y hacía interminables turnos para conseguir el mayor sueldo posible al final de mes. Urgencias. Noches. Horas extra. Casi siempre llegaba agotada, pero de muy buen humor a la casa que tenía alquilada, un pequeño apartamento casi sin luz en la calle Murcia, al lado de la Estación de Atocha.
Él se había licenciado en Bellas Artes, en un momento en el que el arte era demasiado romántico y delicado para los tiempos que corrían, ya que eran pocos los que admiraban los trazos meticulosos y las paletas de colores naturales en las obras. Trabajaba de Guía esporádico en el Museo del Prado y en el Reina Sofía. De madre alemana y padre español, era el mejor acompañante para turistas extranjeros que deseaban una visita enriquecedora además de algunas buenas recomendaciones de dónde comer y qué después de alimentar sus mentes inquietas. Trabajaba pocas horas, pero estaba bien pagado.
También pasaba pocas horas en su piso, un pequeño ático de madera en Malasaña, de techos bajos y ventanales, de parquet que cruje a cada paso. Siempre tenía montado un atril, y tenía mezclas anteriores de pinturas, brochas sucias, esbozos en carboncillo, retratos de la cara de Julia que reflejaban una interminable niñez. Iba allí a reflexionar, a probar nuevas ideas, a sentir que sus manos aún tenían talento. Su pequeño refugio. Pero pronto volvía. Volvía a casa de Julia porque pronto llegaría del hospital, y quería verla quitarse los zapatos y danzar por toda la casa descalza, quitarse la ropa y lanzarla a la cesta de la ropa sucia, objeto que para Adrián no era más que un elemento decorativo en medio de aquel diminuto baño.
Volvía porque cuando llegara quería que lo encontrara allí. Como si llevara toda la tarde allí, esperándola, leyendo un libro o mirando nuevas recetas de cocina que jamás sabría hacer.
Le gustaba ver sus ojos sonreír cuando llegaba agotada y lo veía allí, sentado en el sofá de tela rojo, como si estuviera en su propia casa.
A veces, por la noche, pasaba su mano por la cara de ella mientras dormía, memorizando a través de la piel sus facciones perfectas. Ella no se daba cuenta, tan solo respiraba y le regalaba una media sonrisa, entre sueño y sueño.
Adrián casi nunca dormía en su piso. Ella a menudo le decía que por qué seguía pagando el alquiler de un sitio que no habitaba, que se trajera lo que faltaba de sus cosas ya, que harían un hueco. Y la verdad es que él lo había pensado muchas veces. Pero luego recordaba el hilo de luz que se colaba por el ventanal de madera al amanecer, las gotas de lluvia que rebotaban contra el tejado, tan cerca de su cabeza, sus pinceles sucios, todos esos cuadernos de ensayos que veía en silencio y que siempre prometía que no volvería a mirar. A veces olía a cerrado. Otras a marihuana.
Tenía apenas dos camisetas blancas allí, con agujeros en distintas partes, descosidas, y unas Converse, de antes de que todo el mundo empezara a llevarlas. Una vieja radio era el objeto de más valor que guardaba allí, junto con sus obras eternamente inacabadas.
Paró en la floristería y compró una rosa blanca. Era difícil de encontrar pero sabía que a Julia le gustaba la tranquilidad del blanco, sumada al olor a agua oxigenada en sus manos. Miró el reloj y apresuró el paso de vuelta. Pronto llegaría Julia. Se quitó el chándal y agarró con fuerza la rosa en su puño izquierdo mientras con la mano derecha giraba la llave en la cerradura.
Ella ya estaba allí. Y sonrió al verle aparecer con una rosa blanca.