Ante sus ojos se alzaba la inmensidad de la pirámide de cristal, el símbolo que distinguía al Louvre del resto de París. Llovía, a ratos, una llovizna ligera y molesta a partes iguales propia del mes de abril. El cielo se debatía entre las nubes grises y los claroscuros, entre los halos de sol y el celeste agrisado que le daba un aspecto sombrío a la ciudad.
El Louvre le había parecido interminable. Había buscado pintura holandesa y se había perdido entre clásicos inagotables y estatuas neoclásicas hasta llegar a esos cuadros concretos, alejados de muchedumbres y turistas japoneses.
Tenía dieciocho años y toda una vida por delante. Y allí estaba, sola ante el Louvre, arrastrando sus pequeños zapatos de tacón en busca de cuadros concretos y peculiares. Estaba una semana en París, de visita y deambulaba las calles descubriendo la capital de la moda europea, porque, ella quería ser diseñadora.
Diseñadora de pasarela, de los trajes esos que sacaban siempre en la tele, de vestidos de cola largos, de volantes, de corpiños rojos de ritmos vertiginosos, de encajes y tela de tutú. A menudo soñaba con ver sus pequeños bocetos convertidos en prendas que descendían desde unas escalinatas entre focos y flashes incesantes de fotógrafos. Viajaría de París a Nueva York, de Milán a Hong Kong. Se pondría esas gafas oscuras de actriz de cine y se escondería para ver, en la clandestinidad, cómo se disfrutaban sus diseños.
Las gotas de lluvia la alejaron de su ensoñación en el patio del Louvre, algo que no había conseguido ni el ajetreo de turistas ni las llamadas que había recibido al móvil, que vibraban a la espera de que las abriera.
"No me coges. Saldré pronto. Nos vemos después de comer. ¿Sabrás llegar sola a casa?"
Se quedó en silencio bajo la ligera lluvia y lo pensó. Estaba sola. Pasaba casi todos los días casi completamente sola en París, y, sin embargo, no sentía miedo ni soledad. La ciudad era abrumadora, con sus infinitos museos y rincones, con sus agradables cafeterías que se asomaban al Sena, con sus catedrales frías y sus avenidas infinitas.
Recorría la ciudad en deportivas y con la sola compañía de sus pensamientos y un mapa.
Estaba en París con su prometido, banquero hispano que había tenido que mudarse a la capital francesa por trabajo, y disfrutaba de sus momentos de soledad mientras él trabajaba haciendo de descuidada turista. Luego, orientándose con el mapa, lograba llegar a donde se encontrarían, cuando él saliera, con pocas ganas de ver museos y de llevarla de turismo al Pompidou.
Ceci n'est pas un pipe. Comía en las deliciosas
boulangeries, algo rápido, para poder seguir su tour hacia el Barrio Latino o el Montmatre, lugares que jamás visitaría con él por alejarse de los estándares de la lujosa zona de La Defénse en la que vivía.
Se habían prometido un año antes, cuando ella estaba a punto de cumplir la mayoría de edad, y parecía que, pese a la diferencia de edad (él recién aterrizado en la treintena), los años que llevaban citándose, primero clandestinamente, y luego ya públicamente, habían concluido con lo que, a juicio de Salva, era lo "lógico y racional": casarse con la mujer de su vida. Luego a él lo trasladaron a París, con un puesto que mejoraba con creces sus mejores expectativas, y mientras, ella soñaba despierta con ser una aclamada diseñadora de moda.
Se mudaría enseguida y empezaría sus estudios en la École de la Chambre de la Couture, el prestigioso centro de diseño, y ya emprenderían una vida juntos.
Pero las circunstancias de la vida, al final, giran los planes, y ella sí se mudaría a París, pero para dedicar su formación a las Science Po, ciencias políticas. Era finales de abril, y aún su prometido no sabía nada de este repentino cambio de planes.
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La luz de una vela iluminaba la pequeña mesa redonda que los enfrentaba. Bebían vino rosado de una copa, ella a sorbitos, devolviéndola despacio a su lugar silencioso encima del mantel burdeos.
El tránsito de París se sentía como un zumbido perenne al que ella no llegaba a acostumbrarse. Lucía el anillo de oro blanco en sus dedos finos, que enredaba en tirabuzones mientras le dedicaba una mirada felina y enmarcada por el rímmel. Había aprendido a hacerlo: a seducir. En la universidad aprendió la sensualidad que en su inocencia de primeros años de casada le faltó. Se pintaba los labios de rojo y fumaba, dejando su beso sellado en el cigarrillo. Exhalaba el humo despacio. Había aprendido a mirar, con una mirada arriesgada y decidida, a su marido. Agarraba su copa (ya no la sostenía), y pedía siempre que la dejara apoyarse en su hombro para mantener el equilibrio frente a los tacones.
Luego, a solas bajo la lluvia, se los quitaba y reía, en el juego de luces que se atisbaba entre las gotas. Y él reía también, y pensaba en lo feliz que lo hacía esa chica, y en la fantástica decisión que tomó de traérsela a París.
Pero a veces, de vez en cuando, la sentía lejos. La sentía lejos cuando se despertaba antes que ella, la oía respirar y sentía cada latido de su corazón, pero ella estaba en otros lugares, lejos de allí. Así pasaba las dos horas antes de que ella se despertara los domingos: la observaba. La observaba dormir, con los escasos rayos de sol que se colaban entre sus cortinas. A veces, incluso se soltaba de su pequeña mano para levantarse y observarla, y observarla hasta inmortalizar ese momento y cada gesto de su cara, hasta que ella, ajena a todo, despertaba para encontrar el desayuno preparado sobre el mantel de vichy.
No sabía cómo, pero algo los había ido alejando, paulatina y lentamente y él, que ya estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta,
se negaba a dejarla escapar entre sus dedos...