martes, 29 de septiembre de 2015

Café y cafeína

No entiendo a la gente que va a los Starbucks por la noche. Las luces se vuelven tenues, apagadas, y se sientan solos en una de las butacas. La luz del exterior los pone en un escaparate, y vemos a aquellas criaturas solitarias frente a su tazón de café. Se convierten en fantasmas cuyos pensamientos deambulan libres, en ese limbo entre el estar y el desvanecerse, esperando el siguiente chute de cafeína que los eleve de ese impersonal sillón verde Starbucks. A veces, fingen leer algún libro, otras veces trabajan en un portátil en silencio, aducidos por el rítmico teclear de sus dedos en el teclado. Otras veces simplemente están de tránsito. Esas esperas que hacen del día y de la noche lugares insospechadamente contiguos. 
El olor a café avainillado. Las miradas furtivas de los casuales paseantes nocturnos. El camarero que barre el suelo alrededor, La mujer que ha pedido dos sandwich para cenar. El azúcar. Ese incómodo silencio que encubre los murmullos, los cuchicheos de los camareros, que se preguntan, qué harán allí esas personas a esas horas.